Artículo publicado el 20 de marzo de 2020 aquí
Las personas mayores, los viejos, valemos para todo. Cada vez está más claro. Somos “plurifuncionales”. Siempre se nos encuentran nuevas tareas y roles sociales. Con la crisis de hace 10 años se dijo que éramos “el soporte de la familia”. Cuidábamos nietos y ayudábamos a mantenerla con nuestras pensiones. Ahora, con el coronavirus, cabe decir que asumimos un nuevo papel dentro de la estructura social. Funcionamos algo así como el “valium”. Se nos ha convertido en un ansiolítico. Amortiguamos los efectos negativos del virus y contribuimos a tranquilizar al personal.
Nos dan a diario las cifras de nuevos casos, nos cuentan las desgracias de todo tipo que conlleva esta plaga y nos recuerdan las normas más adecuadas para afrontarla. Eso sí, entre las posibles buenas noticias, o, al menos, como consuelo colectivo, se añade junto al número de fallecidos, que casi todos eran personas muy mayores y con antecedentes de diversas enfermedades crónicas. Todos mucho más tranquilos. Tú, jovencito o maduro no pasado de rosca, no tiene qué preocuparte demasiado.
Una consecuencia perversa, activada ya sin escrúpulos en bastantes sitios, es la de que si existen problemas de competencia por la razón que sea, la edad se convierte en un criterio a la hora de priorizar la atención del presunto enfermo
Algunas consideraciones. La primera que ese mensaje que pretende ser tranquilizador para la mayoría de los ciudadanos que aún no han alcanzado determinada edad, no deja de ser, objetivamente, una forma más de utilizar la edad como coartada y estigma. Algo frecuente en nuestra sociedad y sobre lo que apenas se reflexiona. Además, a mí al menos, me caben severas dudas de hasta qué punto insistir en ello ayuda al fin último de erradicar el proceso. Si las víctimas graves son los de más edad por qué tengo yo que no estoy en ese grupo que aplicarme mucho en asumir las incómodas precauciones que me piden. Qué sean los viejos quienes se preocupen y extremen los cuidados.
Una consecuencia perversa, activada ya sin escrúpulos en bastantes sitios, es la de que si existen problemas de competencia por la razón que sea (falta de medios suficientes, atención en urgencias, ingresos en UVIS, pruebas diagnósticas, etcétera) la edad se convierte en un criterio (¿el principal?) a la hora de priorizar la atención del presunto enfermo. Nada nuevo en medicina. Las unidades coronarias lo aplicaron sin rubor en sus inicios en casi todas partes. Después de mucho tiempo parecía que se iba superando esta forma de discriminación. El coronavirus ha vuelto a activar el problema.
Otra consideración tiene que ver con los riesgos de generalizar, algo a lo que también somos propensos en este país. ¿Es viejo todo aquel que ha cumplido 65 años? ¿Da lo mismo a estos efectos tener 67 años que 103? El colectivo de los de más de 65, el de los jubilados, es extraordinariamente heterogéneo. Lo es en términos de salud, pero también en cuanto a funcionalidad, situación económica, tipo de vida, encaje y relaciones sociales, etcétera. No se trata de meros matices. Son factores importantes que condicionan las respuestas individuales en éste y en tantos otros casos.
En definitiva, yo pediría, sobre todo, más respeto. Que no se utilice la edad como principal referente y que no se discrimine en función de la misma. En definitiva, que se haga realidad el mensaje de nuestras autoridades políticas y sanitarias cuando recuerdan que el coronavirus es un problema global, nos afecta a todos como conjunto y es la sociedad en bloque sin matices estigmatizadores la que lo debe afrontar y superar.
José Manuel Ribera Casado