Vivimos tiempos convulsos, envueltos en una pandemia mundial y con una alta polarización en la esfera política, queda claro que el pensamiento ha cambiado, como también lo ha hecho la forma de transmitirlo. Las opiniones fluyen rápidamente sin control, y conversaciones que antes quedaban en pequeños grupos de amigos, se transmiten sin pausa por las redes sociales, sin haber un ejercicio previo de reflexión de la información recibida, y mucho menos sin corroborarla.
Son estas redes la nueva forma de comunicación del siglo XXI, una herramienta con una difusión más amplia que los medios tradicionales, donde todos podemos ser un interlocutor válido, con voz para compartir nuestras inquietudes, pensamientos, y deseos; dando la oportunidad a otros de darle réplica o de unirse a su consigna. Y cuando estas cuentas de plataformas como Twitter o Facebook son gestionadas por personalidades con mucho carisma y cientos de miles de seguidores a sus espaldas, se abre la veda a una propagación incontrolada de información, difícil de rectificar si esta se confirma que es errónea o no del todo correcta en el contexto formulado.
Las grandes oportunidades que nos deparan los nuevos tiempos giran por estas redes sociales, su facilidad de uso y el libre acceso a la población ha creado una relación entre iguales que ha modificado nuestra manera tradicional de captar la realidad, permitiéndonos nutrir ahora de una información oficial instantánea, que poder debatir y contrastar con las opiniones de otros ciudadanos y personas de a pie.
Pero estos medios son un arma de doble filo, son la herramienta perfecta para inculcar noticias falsas, que, con buena o mala fe, desinforman y distorsionan la realidad, haciendo que los pensamientos y vertientes cambien de un lado a otro, siendo el camino por el cual los bulos sanitarios relativos a la crisis del coronavirus, se ha intensificado en la sociedad mundial, algo curioso en un momento en el que es más fácil que nunca contrastar la información que uno está recibiendo.
Que todos tengamos voz con un acceso tan sencillo como el que ofrecen estas plataformas es uno de los logros que ha conseguido este siglo. Pero preocupa como las fake news o los bulos se expanden por la red, contando en ocasiones con la voz de los medios tradicionales y de voces influyentes que caen en el engaño. La fe de errores de poco sirve cuando el bulo se ha extendido y ha conseguido cambiar el pensamiento de unos, y máxime cuando este es relativo a una materia sanitaria, que entonces puede llegar a ser un riesgo a la salud pública.
Este problema es cada vez más recurrente en el área de la salud, la crisis del coronavirus no ha hecho más que intensificarlo y captar adeptos, y como bien señaló Carlos Mateos en el anterior número de esta revista, se necesitan expertos en desinformación de la salud.
Pero el problema tiene muchas vertientes, desde influencers que aconsejan medicamentos, generalmente antibióticos, para combatir el acné u otras dolencias, hasta los férreos negacionistas y sus distintas derivaciones, que han resurgido con la COVID.
De los primeros ya alertó el Consejo General de Colegios Oficiales de Médicos (CGCOM), el Consejo General de Colegios Oficiales de Farmacéuticos (CGCOF) y el Consejo General de Colegios de Dentistas, en un comunicado del 12 de noviembre de 2019, donde advirtieron de los peligros que se derivan del asesoramiento online que se está produciendo en redes sociales, y de las recomendaciones hechas por influencers, que en ambos casos precisan de un previo diagnóstico por un profesional sanitario y su consecuente prescripción.
Recordando que de acuerdo al artículo 1 del Real Decreto 1718/2010, sobre receta médica y órdenes de dispensación, los únicos facultados en prescribir medicamentos o productos sanitarios sujetos a prescripción médica son los médicos, odontólogos o podólogos, siendo este fármaco dispensado por un farmacéutico.
El hecho de promocionar estos productos sanitarios sin estar habilitado para hacerlo supone una infracción grave de la Ley 29/2006, de garantías y uso racional de los medicamentos y productos sanitarios. Su artículo 101 bis, apartado 2, letra b, número 24, señala que supone una infracción grave el hecho de “[…] efectuar publicidad dirigida al público de los productos en los que no está permitida (…)”.
Por no hablar del Real Decreto 1416/1994, por el que se regula la publicidad de los medicamentos de uso humano, que se refiere a la publicidad de medicamentos. Considerando por publicidad la “(…)oferta informativa, de prospección o de incitación destinada a promover la prescripción, la dispensación, la venta o el consumo de medicamentos”. Siendo además totalmente prohibida la publicidad de medicamentos “Que solo pueden dispensarse por prescripción facultativa”.
A raíz de este suceso el Ministerio de Sanidad empezó a solicitar a plataformas como Twitter, Facebook o Youtube la eliminación de estos videos, cosa que así se hizo, pero es un ejemplo aún recurrente en las redes, y es difícil frenar su propagación, y los efectos en la salud de la población que haya seguido tales consejos.
Y volviendo a los bulos, las fakes news, y toda la desinformación sanitaria en general que se genera en Internet, la pandemia se ha nutrido de pseudocientíficos con teorías conspiranoicas y ciertos tintes negacionistas, que sin duda supone también un riesgo a la salud pública.
Es clave el derecho fundamental de la libre comunicación e información, pero con la exigencia de que esta sea veraz, aspecto que muchas veces deja que desear
Podemos hablar de diferentes clases de negacionistas, los que creen que esta crisis sanitaria es mentira y la tildan de coronafraude o coronatimo, donde se encuentran incluso celebridades de la música y la actuación; pasando por los negacionistas de las medidas de protección, que señalan barbaridades como que las mascarillas causan hipoxia o contienen larvas; para acabar con los ya recurrentes antivacunas. De estos últimos a su vez tenemos dos tipologías: los que creen que en la vacuna nos inoculan un microchip para poder controlar nuestras vidas, porque parece que con el móvil no bastaba; a unos segundos que creen que no sirven de nada.
Un movimiento antivacunas que no es nuevo, y que por desgracia va en aumento, aunque ya señalé en otro número que ante determinados brotes de enfermedades, la Justicia Española ha avalado la vacunación obligatoria de algunos individuos para protegernos de un potencial riesgo a la salud pública.
El hecho de que haya personas que se muestren contrarias a inocularse una vacuna es un auténtico riesgo para la sociedad, un peligro para la ciudadanía, que ya calificó la Organización Mundial de la Salud en el año 2019, que estos movimientos radicales de antivacunas son una de las diez principales amenazas de la salud mundial.
A raíz de ello, es verdad que se han creado diferentes perfiles que contrastan y verifican la información que ronda en Internet, y relativa a la salud tenemos #SaludsinBulos, cuyo coordinador, Carlos Mateos, también forma parte de la familia New Medical Economics.
Pero hay un dicho que dice, «no hay peor ciego que el que no quiere ver», que no se refiere a otra cosa, que a aquellas personas en las que resulta inútil convencerles de que la “verdad” que promulga no es la correcta, pues se aferran a ella. Por no hablar de la idea conspiranoica que estos promulgan, señalando a los medios de comunicación, diciendo que están comprados, y que la “auténtica verdad” se encuentra en otras rutas de Internet, porque para estos parece que la información que percibimos está manipulada.
Por último, resaltar otro riesgo ya recurrente de la era de Internet, los medios periodísticos que buscan titulares sensacionalistas, como el de una anciana que había fallecido atropellada después de haberse administrado la vacuna contra el COVID, que puede dar la falsa sensación de que la vacuna ha sido responsable, como un “efecto secundario”.
La gran mayoría de estas informaciones son tan disparatadas que normalmente no calan en la sociedad, pero algunas, y lo digo volviendo a lo de la influencer que señalaba que las mascarillas tienen larvas, pueden impactar a ciertos sectores de la población. Y según apareció en redes, una profesora alertaba del riesgo de la voz que tienen esos influencers, donde en su colegio una alumna había liderado una especie de “toma de la bastilla” aseverando entre sus compañeros de clase que en las mascarillas había larvas y consiguiendo que algunos se la quitasen en el aula.
¿Y qué hacemos con esta peligrosa desinformación?, ¿cómo la combatimos? Viéndolo desde un enfoque jurídico y legal, las vías que se plantean son pocas. En primer lugar, hay que señalar el derecho fundamental a la libre expresión que se promulga en nuestra Carta Magna, y comparte la Declaración Universal de los Derechos Humanos, donde se protege el derecho a manifestar de forma libre todo tipo de creencias, pensamientos, ideas u opiniones sin que medie ninguna clase de censura. Un derecho que es clave en un Estado de Derecho, y cuyo único límite es “el respeto a los derechos reconocidos en este Título (derechos fundamentales), en los preceptos de las leyes que lo desarrollen y, especialmente, en el derecho al honor, a la intimidad, a la propia imagen y a la protección de la juventud y de la infancia”.
Pero nuestra Constitución permite legislar en esta materia para evitar que se atente a otros Derechos Fundamentales, aunque hay expertos que lo desaconsejan por desnaturalizar el derecho a la libertad de expresión.
Desde mi punto de vista, ante los riesgos que supone esta desinformación para la salud, yo creo que habría que limitar esta información para así respetar el derecho a la integridad física y a la vida de la población, que también son derechos fundamentales, pero esto sin duda debe quedar bien tasado y ser garantista para no atentar al ejercicio de la libre expresión.
Con respecto a esto último, es también clave el derecho fundamental de la libre comunicación e información, pero con la exigencia de que esta sea veraz, aspecto que muchas veces deja que desear.
Por ello en estos casos de desinformación, conviene analizar la información promulgada, la índole de notoriedad que puede generar, y la materia de la que se trate. Mentir o desinformar a la población no es una conducta delictiva, pero con esa falsedad se puede cometer en determinados casos una acción punible. En algunos casos puede suponer un delito de desórdenes públicos, sería el caso en el que se quisiese movilizar a la población para alterar la paz pública y atentar contra bienes o personas; en otros podría ser un delito contra la salud, con su complejidad para demostrarlo; pasando por los delitos de injurias cuando con esas fake news se quiere desprestigiar a alguna persona o colectivo; y ya si se trata de falsedades como los “tratamientos milagro” que se comercializan, sacando provecho económico de ellos, ya hablaríamos de delitos de estafa e incluso de intrusismo.
Es paradójico que en un momento como el que nos encontramos, teniendo una herramienta tan grande de información al alcance de un click, sigamos creyéndonos todo lo que leemos en Internet, sin hacer un ejercicio previo de reflexión y análisis, y mucho menos sin contrastar con otras fuentes de si lo que estamos captando es cierto, o se trata de una información falsa. Quizás hay que educar desde la escuela de que todo lo que percibimos en la red debe corroborarse, para que así el impacto de estos bulos pueda revertirse en nuestras futuras generaciones, porque la nuestra ya la doy por tocada, y muchas veces hundida.