En las últimas semanas hemos tenido más datos sobre la efectividad de algunas de las vacunas desarrolladas contra el COVID-19, y hemos conocido los primeros plazos de vacunación. Todo ello atestigua que estamos más cerca de poder acabar con esta pesadilla, y poder volver a la que era nuestra verdadera normalidad.
La primera en anunciarlo fue la farmacéutica Pfizer asegurando una efectividad del 90%, y poco después se unió la farmacéutica Moderna elevando un poco más el umbral de eficacia, situándose en el 94,5%. Pero estas no son las únicas vacunas que existen, otras siguen desarrollándose en los laboratorios de distintos países, incluido el nuestro.
De seguir así el año 2021 podría ser el preludio del fin del coronavirus. Pero mientras tanto hay que seguir cautos, y seguir apostando por lo que el gobierno de España llamó las regla de la “M”: lavado de Manos, Mantener las distancias, y hacer uso de la Mascarilla.
Pero con lo nuevo ocurre siempre una cosa, o atrae o asusta. Un ejemplo de esto fue la llegada del ferrocarril a los Estados Unidos, que causó una ola de alarmismo, muchas voces señalaron que este medio nuevo de transporte podría provocar daños en la retina y problemas en la respiración por su alta velocidad, que en aquel entonces rondaba los escasos 30 kilómetros por hora. Con las vacunas ocurre lo mismo, mientras unos confían firmemente en la ciencia y se la administrarían cuando fuesen llamados a vacunarse (el 32,5% según la última encuesta del CIS), otros se muestran reacios a está.
Según el Centro de Investigaciones Sociológicas (CIS) un 55,2% prefiere esperar un tiempo a ponérsela, y un preocupante 8,4% no se la pondría nunca. Pero los datos llaman rotundamente la atención, pues en la última encuesta del 12 de noviembre, un 36,8% de los encuestados estaba dispuesto a vacunarse inmediatamente cuando saliese la vacuna, con un 47% optaba por esperar un poco. A medida que se conocen más detalles de los posibles plazos de una vacunación en masa y de su eficiencia, parece que la ciudadanía no tiene tan claro lo de vacunarse.
Los motivos son de todo tipo, desde ciudadanos que apelan a la prudencia; a todo tipo de teorías dispares con tintes conspiranoicos que señalan que en esa vacuna se introduciría un supuesto chip para controlar el comportamiento humano, u otras aún más variopintas que dicen que las vacunas han sido creadas con tejidos de fetos abortados.
Reino Unido ha comenzado la vacunación masiva entre su población, y en España todo parece indicar que esta comenzará en enero.
Ante este panorama cabe la duda de si en el Estado existen mecanismos que puedan hacer obligatoria una vacunación en masa para toda la población, o si esto colisionaría con derechos fundamentales de las personas.
Con respecto a esta cuestión hay un dilema jurídico interesante, donde entran en conflicto los derechos a la integridad física y moral de las personas, el derecho a la libertad ideológica y religiosa, y el derecho a la intimidad y privacidad, que colisionan con el derecho a la protección de la salud y el derecho a la vida.
Pero hay un resquicio legal donde podría entrar una vacunación obligatoria, y es el ya antiguo y desfasado Decreto de 26 de julio de 1945 por el que se aprueba el Reglamento para la lucha contra las Enfermedades Infecciosas, Desinfección y Desinsectación, aún vigente, que en su artículo 22 en términos genéricos contempla que “Cuando las circunstancias lo aconsejaren, y con ocasión de estado endémico o epidémico o peligro del mismo, los Jefes Provinciales de Sanidad podrán imponer la obligatoriedad de determinadas vacunas sancionadas por la ciencia”.
Que de usarse se podría aplicar bajo el paraguas del artículo 12 de la Ley Orgánica 4/1981, de 1 de junio, de los estados de alarma, excepción y sitio, que establece en supuestos de crisis sanitaria “la Autoridad competente podrá adoptar por sí, según los casos, además de las medidas previstas en los artículos anteriores, las establecidas en las normas para la lucha contra las enfermedades infecciosas (…)”.
Otra opción, y con rango de Ley, sería la Ley Orgánica 3/1986, de 14 de abril, de Medidas Especiales en Materia de Salud Pública, que en su artículo 2 señala que “Las autoridades sanitarias competentes podrán adoptar medidas de reconocimiento, tratamiento, hospitalización o control cuando se aprecien indicios racionales que permitan suponer la existencia de peligro para la salud de la población debido a la situación sanitaria concreta de una persona o grupo de personas (…)”. En obligada conexión con el artículo 3 del mismo cuerpo normativo, que haría que “Con el fin de controlar las enfermedades transmisibles, la autoridad sanitaria, (…) [pudiera] adoptar las medidas oportunas para el control de los enfermos, de las personas que estén o hayan estado en contacto con los mismos y del medio ambiente inmediato, así como las que se consideren necesarias en caso de riesgo de carácter transmisible”. Esto unido a que la vacunación no consistiría en “(…)un trato inhumano o degradante” (Auto del Juzgado de lo Contencioso Administrativo nº5 de Granada, del 24 de noviembre de 2010) haría legal la vacunación obligatoria para aquellos que se negasen a realizarla. Además, en el país existe jurisprudencia en este sentido, el conocido caso de 35 niños de Granada cuyos padres se negaron a que fuesen vacunados con la vacuna triple vírica ante un preocupante brote de Sarampión.
Aunque exista tal posibilidad, hay profesionales de salud que creen que la obligatoriedad de la vacunación podría tener “efectos contraproducentes», cómo asevera la jefa de epidemiología del Vall d’Hebron, Magda Campins, o el propio ministro de Sanidad Salvador Illa, aunque esta posibilidad no se descarta en un futuro según avance la situación sanitaria.
Si queremos acabar con esta situación habrá que confiar otra vez en la ciencia, la cual nos salva día a día de distintos apuros y ha salvado millones de vidas. La viruela acabó gracias a una vacuna, y el fin del coronavirus será gracias a ella.