Ha pasado casi un año desde que la situación sanitaria se descontrolase en el país. Despedimos el año 2020 con datos alarmantes y preocupantes cifras de fallecidos que resuenan ya con total normalidad en la excepcionalidad en la que vivimos, y el año que acontece no tiene pinta de ser mucho mejor. Aunque la vacuna ha llegado, el ritmo de vacunación sigue siendo muy lento, las nuevas cepas comprometen su eficacia, y nuestra Sanidad sigue de nuevo al borde del colapso.
Inmersos en la tercera ola, o incluso la cuarta en algunas regiones, el sistema sanitario sigue al límite, con las UCIs saturadas y muchas intervenciones pospuestas, y envueltos en un escenario cercano a la medicina de combate, los sanitarios afrontan los nuevos ingresos, entre un clima de crispación y agotamiento.
Y todos recordamos cómo en pleno confinamiento salíamos a las 8 de la tarde a aplaudir a todos los sanitarios y demás profesionales que estaban dejándose la piel en la primera oleada. Una también oleada de emociones y agradecimiento desembocaba en cada uno de nosotros hacia nuestros profesionales de la salud.
Pero ya entonces vimos que, ante ese mar de elogios, existía por parte de una minoría de la sociedad un repudio a nuestros sanitarios. Ya reproché el 15 de junio el comportamiento de algunos individuos que amenazaban e insultaban a los héroes que estaban salvándonos, porque no querían que estos propagasen la enfermedad en sus viviendas. Incluso algún casero expulsó a su inquilina por ser enfermera, aunque esto no impidió que él mismo realizara el aplauso sanitario cada tarde, un comportamiento de este último un tanto hipócrita.
Por no hablar del conocido caso de Elena Cañizares que copó las portadas de todo el país, la cual sufrió la total indiferencia de sus compañeras de piso, que le instaban a abandonar la vivienda donde conviven por haberse contagiado de COVID.
Recordemos que todos estos actos pueden ser constitutivos de delito, dependiendo su entidad y reiteración, pudiendo hablar de delitos de amenazas, de coacciones, o incluso un delito de incitación al odio si se provocan actos de hostilidad, discriminación o violencia contra la persona enferma contagiada de COVID.
Estos ciudadanos, que insisto son un porcentaje ínfimo de la sociedad, lo único que querían a nuestros sanitarios era mantenerlos bien lejos de ellos. Eso sí, para trabajar y curar estos sí eran bien recibidos, pero si vivían cerca de ellos el asunto cambiaba. Una doble vara de valorar a nuestros profesionales de la salud, que no se me hace rara viendo las cifras de agresiones que cada día se producen en los recintos hospitalarios y ambulatorios.
Y con respecto a estas agresiones a sanitarios, el año 2020 se despidió con un aumento del 32% de denuncias por incidentes de este tipo. El aumento de los contagios, la polarización social, y la gran carga hospitalaria, ha aumentado la frustración de algunos pacientes, pagándola con quienes están velando por su salud y vida. El número de agresiones se ha disparado, de 727 que se registraron en el año 2019, que ya eran de por sí cifras muy elevadas, hemos pasado a casi un millar de casos, cerrando el año con 962 casos, y estos datos sin contar con el País Vasco y Cataluña que tienen sus propias estadísticas. Por no hablar de todos los casos que no llegan a denunciarse.
Aunque la vacuna ha llegado, el ritmo de vacunación sigue siendo muy lento, las nuevas cepas comprometen su eficacia, y nuestra Sanidad sigue de nuevo al borde del colapso
Decía nuestro presidente del Gobierno, que de esta crisis saldríamos más fuertes, pero parece difícil afirmar eso, con una sociedad tan dividida, y movimientos que niegan la existencia de este virus, o del problema que está causando en nuestros hospitales. Teniendo en el mercado distintas clases de negacionistas, los que se meten en los hospitales y fotografían pasillos vacíos para “evidenciar” que el asunto no es tan grave como lo pintan; al otro extremo de negacionismo, el que habla de complots mundiales para que se nos imponga un presunto microchip por medio de vacunas para controlar nuestras vidas, porque con el móvil parece que no bastaba.
La situación que se vive en los hospitales es caótica, con una plantilla agotada física y mentalmente, y con espacios hospitalarios doblando su actividad. Las cafeterías, capillas, gimnasios, y otros espacios de los recintos sanitarios acogen camas para poder atender a nuevos pacientes. Y en medio de esta situación, al igual que oímos en el verano o en las navidades, nace una campaña de “querer salvar la Semana Santa”. Quizás antes convendría salvar primero a los que nos salvan, porque no sé hasta qué punto es posible compaginar jornadas maratonianas de atención al paciente, plantando cara a la muerte, soportando la falta de recursos, y aguantando el miedo al contagio, y a que este se extienda en sus familiares y seres queridos. Estamos ante una situación propia de las guerras, con el pequeño matiz de que es difícil abandonar esta guerra, cuando está presente en todo el mundo.
El mes de febrero nos trae también una reivindicación que ya se pedía en los meses de marzo, y es que se reconozca el coronavirus como enfermedad profesional. El Real Decreto-ley 3/2021, de 2 de febrero, por el que se adoptan medidas para la reducción de la brecha de género y otras materias en los ámbitos de la Seguridad Social y económico, ha dado respuesta a una de las recomendaciones de la Organización Mundial de la Salud, de tratar a estos infectados con beneficios sociales de una enfermedad profesional. Pero lo ha hecho de una forma incompleta, pues el artículo 6 de este Real Decreto Ley, solo comprende los contagios que “(…)dentro del periodo comprendido desde la declaración de la pandemia internacional por la Organización Mundial de la Salud hasta el levantamiento por las autoridades sanitarias de todas las medidas de prevención adoptadas para hacer frente a la crisis sanitaria ocasionada (…)”, es decir, desde el 11 de marzo hasta que finalicen las medidas para hacerle frente, dejándose a cientos de contagios producidos en fechas anteriores. Por no hablar que según distintos sindicatos este Real Decreto no extiende tal padecimiento al resto de personal no sanitario que compone nuestra red sanitaria, y que sin ellos el funcionamiento de estos centros no sería posible. Por ello demandan que se incluya el COVID-19 como enfermedad profesional en el cuadro de enfermedades profesionales que contempla el Real Decreto 1299/2006, de 10 de noviembre, lo que daría una mayor cobertura a todos los contagiados por este virus en el entorno laboral.
La batalla entre la ciencia y el virus sigue librándose, de momento el “bicho” sigue ganando, pero se va reduciendo su ventaja. La aprobación de tres vacunas en el seno europeo, el gran avance de otras tantas, incluida las españolas del CSIC, la progresiva vacunación de la población, y la paulatina reducción de los casos en las últimas semanas, dan un poco de tregua a esta guerra. Pero antes de pensar en la Semana Santa hay que poner freno a los contagios con una mayor contundencia, como aseveran los expertos, evitando a toda costa que las nuevas cepas de la enfermedad tiren al traste todo lo que ha conseguido la ciencia en estos meses, y esto está en nuestras manos.