La experiencia reciente nos enseña que obviar las crisis económicas, en el momento de producirse, agrava sus consecuencias. El efecto de la crisis del 2008 impactó en 2010, como era previsible, si tenemos en cuenta que la fuente de financiación más importante que dota los Presupuestos Generales del Estado procede de la recaudación fiscal de dos años atrás. Pensar en qué fecha hacemos nuestra declaración del IRPF nos sirve de referente.
Es de esperar, sin catastrofismos, que los efectos en la recaudación fiscal de la crisis económica consecuencia de la crisis sanitaria provocada por la pandemia, se manifiesten en los inmediatos años venideros, como también unas necesidades de gasto social superiores. También es de esperar, no obstante, que las ayudas europeas permitan paliar en buena parte esa reducción de la recaudación fiscal. Lo harán de forma diferente si son ayudas o si son préstamos.
Partiendo de la experiencia anterior, deberíamos hablar con criterio de prudencia de los daños económicos en materia de recaudación que se van a producir del ejercicio 2020 en adelante. Todo ello acompañado de la mayor certeza y la menor especulación posibles sobre el monto de las ayudas europeas. Empezar a trabajar hoy en la sostenibilidad y en la viabilidad de las políticas públicas requiere gestionar la incertidumbre suponiendo escenarios y previendo actuaciones y prioridades. Este análisis, que con toda seguridad peca de simplista, se viene haciendo en muchos sectores y como no, desde una buena parte de los integrantes del sector sanitario. Huelga decir que está muy presente en la mente de los gestores.
Nuestro Sistema Nacional de Salud con una insuficiencia financiera crónica, no recuperado plenamente de la crisis anterior, teme las consecuencias de una nueva crisis económica y el coste de la no decisión sobre las reformas necesarias. La respuesta sanitaria a la pandemia no solo ha aumentado el gasto en el conjunto de los Servicios Salud, sino que ha aplazado una parte de éste como consecuencia de la necesaria priorización de los enfermos de COVID-19. Es de esperar que las ayudas europeas puedan paliar en parte ese mayor gasto.
Los recursos disponibles para las comunidades autónomas deberían ser suficientes para que sus servicios de salud permitan, desde una cobertura universal, cubrir de forma equitativa el coste de sus prestaciones. Ese coste tiene varios componentes claros y directos, siendo los mayores el de los recursos humanos, el de la farmacia y el de las inversiones. A estos debemos añadir el gasto financiero cuando una parte de los recursos disponibles viene de la deuda que la cobertura de su insuficiencia les genera. Pero el gasto está también sometido a la demanda y al modelo organizativo y de gestión con que se maneja la prestación de los servicios.
Los recursos hasta hoy disponibles no han sido suficientes para dar respuesta a la demanda de forma razonable, como evidencian las listas de espera. Tampoco lo han sido para las retribuciones de los profesionales, las dotaciones de estos y la consolidación de puestos.
La renovación de la tecnología al uso y la incorporación de la innovación tecnológica y farmacéutica también tiene su “lista de espera”.
También es aplicable a la reforma o construcción de equipamientos en general.
Los modelos de gestión, los instrumentos de administración y de organización asistencial, que tienen una alta dependencia del modelo de asignación de recursos divisional, presupuestario y destinado a “hacer actividad “, pasan por eficientes por ser baratos. Además, gozan de poca solvencia ante los cambios de la demanda y sus derivadas en el cuidar de la enfermedad y en lo social.
Los recursos, ya insuficientes antes de la crisis económica, manifestaron como consecuencia de esta una agudización de las listas de espera, un empeoramiento de las dotaciones de recursos humanos y de sus retribuciones, una reducción del precio y el acceso a los medicamentos, una limitación de las inversiones y una desinversión mayor en investigación. Hemos visto también la insuficiencia histórica en los recursos destinados a salud pública, así como un desarrollo efectivo de la promoción de la salud.
Hoy podemos decir después de diez años que el monto del presupuesto sanitario público se halla, después de la agudización de la insuficiencia presupuestaria crónica, a niveles algo mejores que a su inicio. Aun así, estamos alejados de donde deberíamos estar pasada una década, aunque solo tuviéramos en cuenta un crecimiento vegetativo. Es decir, nos encontramos en la misma insuficiencia crónica, algo mayor teniendo en cuenta los años transcurridos, que antes de la crisis económica del 2008. Todo ello sin mención al déficit acumulado.
Hacer frente a lo que va a venir como consecuencia de la pandemia requiere arriesgarse a trabajar hipótesis lo más sólidas posibles y planes de actuación consecuentes. Sabemos, por la experiencia vivida, que afrontar una crisis imprevisible como la de la pandemia, llena de la incertidumbre propia de lo desconocido, tiene una enorme dificultad y el necesario equilibrio entre la prudencia y la acción en su gestión es siempre un elemento de controversia especialmente si no se considera que es cosa de todos.
Pero también sabemos por experiencia, que el no anticiparse a una crisis previsible, como la sufrida a partir del 2010, hace mucho más penoso su tratamiento. Las consecuencias económicas de la pandemia sobre la financiación de las políticas públicas y especialmente las sanitarias deben abordarse desde ahora mismo con unas prioridades presupuestarias claras y no solo propositivas, acompañadas con una gestión proactiva y dada a conocer. No deberíamos esperar a la gestión reactiva o a expectativas poco fundamentadas como destinar más puntos porcentuales equivalentes del PIB, sin añadir que otras políticas se detraerán y si la base cien de este va a ser mayor o menor.
El problema, según sea la dimensión de la crisis económica, puede ser de viabilidad y el tratamiento primordial debería estar en clave presupuestaria. Pero la sostenibilidad futura de lo que tenemos y lo que debemos tener no debería basarse en crecimientos presupuestarios vegetativos, en el déficit estructural, en las listas de espera o en el acceso limitado a la innovación.
También la experiencia nos dice que la planificación no debe estar en la primera línea operativa. Hoy, esta primera línea, además, se haya sometida a la gran presión de gestionar la respuesta a la atención sanitaria y a la contención de la pandemia. Los servicios de salud deben trabajar con transparencia y con la participación debida en ese futuro escenario presupuestario, en coordinación con el Ministerio de Sanidad. Pero lo deben hacer con perspectiva y con equipos fuera del campo de acción que la pandemia impone.
La proactividad que requiere abordar el futuro inmediato requiere de la solvencia política de un plan de acción real por parte de quienes gobiernen o estén en la oposición, libre de prejuicios y rico en juicios. Son momentos, para amplias capas de la sociedad, más de políticas de Estado que de políticas de partido.
De las crisis se dice que debemos aprender, y llevamos dos en una década en la sanidad pública. De la primera, la económica, aprendimos que nos hubiera ido mejor haber sido proactivos y de la segunda, la sanitaria en primera instancia, que debíamos haber sido más valientes con las reformas o más generosos con quien debiera hacerlas. A esta última crisis, en su manifestación económica, deberíamos llegar aprendidos para salir airosos.