La pandemia ha supuesto una cruel prueba de estrés para nuestro SNS. La eficiencia de las medidas tomadas deberá ser valorada con una perspectiva de medio plazo, huyendo del cortoplacismo para no caer en la tentación de la inocencia o en la autocomplacencia. No solo yerra quien toma las decisiones en circunstancias tan excepcionales, sino quien las facilita o quien las impide, con otros fines.
La crisis, con independencia de los resultados de su gestión, ha evidenciado mucho de lo dicho hace tiempo sobre sus necesidades y reformas. Se ha demostrado, por si alguien lo dudaba, que lo verdaderamente robusto del sistema son sus profesionales sanitarios. Han conseguido el amplio reconocimiento social, superando el reconocimiento particular que ya tenían de aquellas personas que fueron o eran sus pacientes. Ellos le han dado la solvencia alcanzada a la que no hemos podido corresponder, en muchos casos, con los medios para su suficiente protección personal. Profesionales sanitarios que, ya hace tiempo, hemos reconocido que deberían ser mejor retribuidos y retribución no es solo salario.
Todos igual por lo que son, estén donde estén, todos diferentes por lo que hacen y todos reconocidos por cómo lo hacen. Hoy por hoy, y en un contexto de perenne insuficiencia presupuestaria, su reconocimiento retributivo no ha sido satisfecho. Además, su relación con el SNS, en su mayoría, sigue siendo predominantemente de base burocrático-administrativa y alejado de muchos aspectos propios de los principios del profesionalismo.
Paradójicamente es frecuente creerse que la solución está en reforzar ese tipo de modelo burocrático, más propio de las administraciones públicas que de las organizaciones sanitarias. Prima la seguridad en el puesto de trabajo, como si la condición de seguridad en el trabajo del profesional estuviera en contraposición con una relación basada en los principios del profesionalismo más propio de las organizaciones del conocimiento donde los profesionales toman, en realidad, las decisiones que afectan directamente a las personas que atiende. En esta crisis las decisiones tomadas por los profesionales ante las diferentes situaciones presentadas no han necesitado de regulaciones que, en muchos casos, hubieran entorpecido su aplicación y la obtención del mejor resultado posible. En ello reside la autonomía profesional y la mejor utilización de los recursos disponibles, atributos propios del profesionalismo.
Ejemplo de ello es el “todos para uno y el uno para todos” que ha supuesto romper el ámbito de actuación de las diferentes disciplinas y profesiones sanitarias para hacer lo que era necesario.
A gran altura está también la mayor parte de la población, tomando conciencia de la gravedad de la situación y de la importancia del comportamiento individual con relación al interés general y a la salud pública, pese a recibir, a veces, instrucciones confusas. Esperemos que la alegría de salir de esta, no nos haga perder esa conciencia.
Las personas han sufrido también el impacto deshumanizador de una crisis sanitaria, no pudiendo acompañar a sus seres queridos o ser acompañado por estos en el momento de irse como tampoco en el momento de llegar a este mundo.
La población de mayor edad, la más castigada en defunciones, ha visto también como se abría la puerta de su discriminación y como el modelo residencial del cuidado de su dependencia no le ofrecía seguridad. Todo ello habrá que revisarlo hoy para el futuro.
No podemos ignorar tampoco cómo las asociaciones de pacientes actúan y están actuando en ayuda de aquellos que lo han precisado, ofreciendo orientación y apoyo. Se viene diciendo que su empoderamiento y reconocimiento efectivo debe culminar con su identificación formal como agentes sociales del SNS, más que como grupo de interés.
Estos días debía haber visto la luz un estudio de la Universidad Internacional de Cataluña y de la Fundación Unión Catalana de Hospitales en el que se hace un repaso de los principales informes y recomendaciones publicados sobre solvencia, sostenibilidad y progreso del SNS desde el llamado Informe Abril Martorell, en reconocimiento a su coordinador. En ese repaso podremos ver el grado de coincidencia de todos ellos y la traslación real de sus recomendaciones. Las actuales circunstancias de crisis sanitaria han impedido su presentación pública que nos hubiera dado la oportunidad de evaluar qué reformas de las recomendadas, de haberse implementado nos hubiera hecho más llevadera, la gestión de la crisis. Porque no todo es achacable a las decisiones de hoy a tomar en marcos de ayer, sino también a aquellas que no tomamos en ese ayer.
La gobernanza de nuestro SNS es uno de los elementos tratados en la mayoría de los trabajos. La ordenación de esta en el marco de la Ley de Cohesión y Calidad y su ejercicio por medio del Consejo Interterritorial es una cuestión poco resuelta. Este debería ser el órgano colegiado de gobierno de la Sanidad, además del de coordinación. No ha sido el ámbito en que se han soportado la mayoría de las decisiones sanitarias por parte de quien, por razón del Estado de Alarma, deben tomarlas. La buena gobernanza se rige por los principios de participación, transparencia y rendición de cuentas y suelen hacer más eficaz el resultado de las decisiones.
La participación formal en la gobernanza no debería limitarse a las administraciones y para la transparencia y la rendición de cuentas se hace necesario un sistema de información que, en manos de una agencia pública independiente, recoja indicadores, establezca estándares y ponga en conocimiento de profesionales y ciudadanos los resultados de las políticas decididas. No se trata de hacerlos todos igual y confundirlo con la equidad, sino de obtener los mismos resultados de la atención sanitaria y protección de salud de los ciudadanos del país con independencia de su Comunidad Autónoma de su residencia. Ese debería ser el Cuaderno de Mando del SNS. La crisis sanitaria también lo corrobora.
La financiación sanitaria, por debajo del gasto, acude al endeudamiento pertinaz para paliar el déficit generado. Esa ha sido la tónica dominante en nuestro SNS. Aún así, no llega a cubrir los costes de la atención que el catálogo público contempla, con una demanda mayor a causa de una población longeva con un predominio de las enfermedades crónicas y además en un contexto de rápida innovación tecnológica y farmacéutica a que los pacientes deben tener acceso. La crisis económica del 2008, además, provocó en los años siguientes una reducción de los ingresos fiscales de las administraciones y se acompañó de una crisis financiera que limitó la cuantía del déficit y el acceso al crédito.
Ello obligó a todas la CCAA a una añadida disminución de los costes para hacer viable el sistema, lo que se logró mal que pese a algunos. Pero supuso un gran impacto negativo sobre los profesionales y sus retribuciones, sobre la facturación de la industria farmacéutica y de tecnologías médicas, sobre las inversiones y sobre los pacientes con un incremento de las listas de espera existentes. Llovía entonces sobre mojado y se acentuó el debate sobre la sostenibilidad en un entorno político más propenso a la demagogia al servicio del rédito electoral, igual que durante el estallido de la crisis, que a la objetivación de la realidad y al acuerdo y pacto sobre medidas pensadas para el futuro y para la recuperación.
De la crisis económica y financiera nos estábamos recuperando, aunque alcanzando los niveles presupuestarios equivalentes a los inicios del 2010. Ello significa que volvíamos a la subfinanciación crónica con su insuficiencia retributiva estructural, su impacto en la innovación y sus listas de espera. Si no parece que pudiéramos con lo que teníamos, ¿cómo podremos con lo que la COVID-19 nos ha traído? A la cuantía del incremento del gasto sanitario producido hay que añadir la dimensión de su impacto en minorar la actividad económica, que es la fuente de los recursos fiscales con qué financiar el gasto público. Necesitaremos de importantes ayudas de la Unión Europea y en ello se está trabajando.
Pero aún con ellas y con una mayor presión fiscal, hay que decir claramente que destinar más recursos al SNS y a la sanidad en general significa dejar igual o reducir el gasto en otras políticas de carácter menos social, sin eufemismos. El aplauso diario a las 8 de la noche augura una alta comprensión de los ciudadanos en preservar nuestro sistema sanitario con algún esfuerzo y alguna renuncia.
La OMS, ya en su informe del año 2010, aboga por “More money for health” instando a los gobiernos a aumentar los fondos públicos destinados a las necesidades de los sistemas de cobertura universal, como también a buscar recursos adicionales.
Pero también aboga por “More health for money” para ganar eficiencia mediante las reformas necesarias en las organizaciones y en la prestación de los servicios sanitarios y el gasto farmacéutico. Somos un sistema eficiente por barato a causa de la insuficiencia presupuestaria crónica ya comentada.
Nuestro modelo asistencial hace tiempo que se ajusta a la demanda con mucha dificultad. La respuesta la compensan las soluciones adaptativas que se aportan desde la base operativa, así como el imparable avance de todo aquello que llamamos e-salud. Nuevamente la pandemia lo pone en evidencia. El pleno desarrollo de la aplicación de las TICs a la atención sanitaria y a sus servicios de información, debe ser un punto de apoyo en que colocar la palanca del cambio de modelo asistencial. Aún nos movemos en una atención reactiva y divisional de mayor dimensión que la proactiva e integral e integrada. Al mismo tiempo debemos revisar, como refiere Rafael Bengoa, si todo lo que hacemos es útil.
No solo yerra quien toma las decisiones en circunstancias tan excepcionales, si no quien las facilita o quien las impide, con otros fines
Pero nos organizamos como nos presupuestamos y no al revés. Seguimos con un modelo divisional presupuestario basado más en la financiación de los centros sanitarios y su actividad que en cubrir el coste de las necesidades estratificadas de una población y de los resultados a obtener en atención sanitaria basados en niveles de resolución, como siempre afirmó Miguel Ángel Asenjo. El concepto y los ejemplos de “hospital líquido” que refiere Manel del Castillo, o de modelos de atención comunitaria llevan tiempo explicando los nuevos caminos a seguir.
Un nuevo modelo asistencial en Sanidad requiere un nuevo modelo presupuestario para dar respuesta a la atención integral o integrada y la superación de niveles estructurales. En la salida de la fase aguda de la pandemia, la Atención Primaria y Comunitaria va a tener un papel determinante además de tenerlo en la atención a la cronicidad. No solo es cuestión de más recursos para el mismo modelo. Es cuestión de más recursos para mayor resolución y más atención comunitaria. Disponemos de estrategias nacionales para casi todo, sin partida presupuestaria comprometida. Seguimos, en buena parte, con la parálisis por el análisis.
En cuanto a la Salud Pública, no hemos resuelto su encaje en el SNS. No figurando en el ámbito de lo cubierto financieramente por la Seguridad Social de antaño, en que se basó la dimensión presupuestaria de nuestro SNS, su monto presupuestario ha sido siempre un añadido. Con una financiación pública insuficiente para la atención, sus recursos no han estado a la altura de su importancia en las políticas sanitarias, entendiendo estas también, como la salud en todas las políticas que preconiza la OMS. Aún en algunas instancias es vista solo como la “Autoridad Sanitaria” que era su papel más visible cuando dependía del extinto Ministerio de la Gobernación. La Ley de Salud Pública de 2011 constituye un gran punto de partida, con el reto de la suficiencia presupuestaria para su pleno desarrollo.
Aprendimos con la crisis del ébola la importancia de la vigilancia epidemiológica y de la medicina catastrófica, más allá de que una crisis de salud pública pueda servir para llevarse a un ministro por delante. Pero poco hicimos después. Una Salud Pública bien dotada y organizada es indispensable para el diagnóstico epidemiológico imprescindible en la gestión de las fases de una crisis como la que estamos viviendo, así como lo es el diagnóstico clínico de la misma que es el que ha dominado su gestión. Ello no elimina la aplicación criterios basados en el ensayo/error y generadores de incertidumbre, pero los reduce.
Al respecto de una única visión y acción integral e integrada entre la atención a la dependencia y la atención sanitaria, el coste de la no decisión de confluir en una única gestión real ha quedado bien evidente. La atención sociosanitaria se basa en cuidar integralmente a quien no puede hacerlo por sí mismo o con el soporte de su entorno en el domicilio. La cuestionada división entre servicios sociales y sanitarios ha sido confirmada por la pandemia.
Ya quedó dicho hace tiempo que los cuidados y atención sanitaria de las personas dependientes institucionalizadas deberían correr a cargo de los servicios de la Atención Primaria de Salud, con los adecuados recursos.
Hemos podido ver también la realidad que supone la existencia de una sanidad privada, que no deja de ser un servicio de responsabilidad pública, aunque algunos la quieran ver como algo ajeno al SNS, tal como afirma Juan Abarca. No ha sobrado nadie y no debiera ser coyuntural. Las administraciones y el sector privado han estado a la altura de mostrar que la naturaleza de un servicio público no la determina únicamente la financiación, la titularidad de los medios o la naturaleza funcionarial de los recursos humanos.
No podríamos entonces llamar servicio público al transporte de personas. Podemos darle todas las vueltas ideológicas que queramos y defender únicamente, como servicio público, al servicio estatalizado y de rectoría única. Pero hagámoslo con la evidencia de sus resultados o sino adoptemos las reformas necesarias para mejorarlos. Posturas conservadoras en defensa del Estado como prestador directo de todos los servicios públicos y no como garante, o bien de dejar todo en manos del mercado, no parecen tener encaje en la realidad de hoy ni en la que se avecina. Va de cohesión social, y tan malo es no recibir atención sanitaria por no poder costearla, como el permanecer largo tiempo en lista de espera en un sistema sin la disponibilidad suficiente de recursos para financiar el coste de la prestación directa de sus servicios. La importancia del Estado y del Sector Público y de estos en la Sanidad manifestados en esta crisis, que bien recoge Guillem López Casasnovas, no debe pivotar en el concepto de la gestión directa y carente de autonomía.
El descubrimiento de que la Oficina de Farmacia puede ser algo más que un dispensador de medicamentos también pone sobre la mesa mucho de lo dicho en el ayer sobre el tema. Las experiencias positivas llevadas a cabo en esta crisis así lo evidencian. No deberían quedarse en lo coyuntural si los resultados lo avalan y se debería reformular el papel de la Farmacia Comunitaria en el SNS.
Hemos constatado la necesidad de contar con la industria propia y la foránea instalada aquí que hubiera paliado con mayor prontitud y suficiencia la disponibilidad de los EPIs o de la tecnología médica. Hemos reaccionado algo localmente, pero hemos quedado como demandantes en manos de un mercado exterior muy confuso, muy especulativo y duro. La insuficiencia de medios diagnósticos o de EPIs por parte del SNS contrasta con los anuncios de disponibilidad por parte de empresas para sus empleados y clubs deportivos. Ello enturbia el valor de la equidad.
Hace mucho que se afirma que el sector sanitario es un sector económico creador y distribuidor de riqueza de primer orden. Como empleador directo e indirecto retorna una parte de sus ingresos públicos a través de la fiscalidad de la renta personal de sus trabajadores y el acceso al consumo de estos. Como comprador de bienes y servicios, arrastra a otros sectores de forma notable y en un amplio espectro de empresas. Pensemos que, si en el servicio sanitario público el coste directo de los recursos humanos está alrededor del 60%, el resto van a la economía productiva en un marco de colaboración público-privada de primer orden. También la promoción y apoyo financiero de una industria biomédica, con la garantía del alto nivel de nuestros investigadores y centros sanitarios para crear valor e innovación, es también un planteamiento recurrente del ayer para el futuro de la investigación. Todo ello hace pensar que el sector sanitario es un sector fértil para las políticas keynesianas.
La prueba de estrés a la que, como decíamos, está sometido nuestro SNS ha puesto en evidencia que muchas de las reformas largamente expuestas desde diferentes posiciones, pero coincidentes en muchos casos, hubieran mejorado seguramente nuestros resultados directos e indirectos debidamente medidos y comparados frente a los que habremos obtenido con la pandemia y que veremos a su debido tiempo. La Sanidad como arma para la obtención de rédito político o el mantenimiento de éste, ha supuesto en el ayer la mayor limitación de las reformas necesarias, escudados en el éxito que los rankings nos certifican.
Pero hay una sensación general de que la política saldrá muy perjudicada de la gestión de esta crisis. La ausencia de pacto ahora no va a ser fácil para nadie y menos de pacto sin compromiso de rendición de cuentas de lo acordado en medio plazo. La Comisión de Trabajo de Sanidad en la llamada Reconstrucción no parece generar expectativas positivas en general. Seguramente no por ella misma sino porqué el método ya aplicado en otras ocasiones para el pacto sanitario no dio los resultados esperados. Quizá hubiera llegado el momento de plasmar todos los análisis y propuestas ya hechos o los nuevos por hacer en un libro blanco de expertos como propone Martínez Olmos, sobre el que establecer los acuerdos políticos.
Cualquier plan que diseñemos para una futura crisis epidemiológica debe tener su encaje en un nuevo planteamiento sostenible del SNS al servicio de las nuevas necesidades de las personas y a la disponibilidad de los nuevos medios con los que darles la mejor respuesta posible. Si no, no podremos proteger sus hoy vulnerables valores de universalidad, equidad, solidaridad y subsidiariedad.