En un mundo donde los hábitos de los jóvenes reflejan las tendencias de una sociedad en constante transformación, debemos celebrar el descenso del consumo de alcohol. Sin embargo, sería un error ignorar el aumento preocupante de otras sustancias, como los ansiolíticos. El diazepam, entre otros, ha dejado de ser solo un medicamento para convertirse, en algunos casos, en una vía de escape frente a la ansiedad y el estrés.

Entre el botellón y la pastilla: ¿un cambio de escenario?

Durante años, el consumo de alcohol dominó las noches de fiesta juvenil. Sin embargo, recientes encuestas indican un descenso significativo en este hábito, impulsado por una mayor conciencia sobre la salud y la presión de proyectar una imagen ideal en redes sociales. Pero lo que parece una buena noticia tiene un lado oscuro: el incremento del consumo de ansiolíticos como el diazepam o el alprazolam, muchas veces sin supervisión médica.

Este cambio plantea una pregunta urgente: ¿estamos intercambiando un problema por otro?

Ansiedad: el enemigo silencioso de una generación

La ansiedad se ha convertido en un compañero común de los jóvenes. La comparación constante con vidas idealizadas en redes sociales, las altas expectativas académicas y profesionales, y el miedo al fracaso son factores que alimentan esta epidemia emocional.

En este contexto, los ansiolíticos ofrecen un alivio rápido, pero con riesgos considerables. “Es fácil conseguirlos, incluso sin receta. Siempre hay alguien que conoce a alguien”, confiesa Marta, de 22 años. Lo que comienza como un recurso puntual puede convertirse en una dependencia difícil de romper.

Uso terapéutico versus uso recreativo

Los ansiolíticos están diseñados para tratar trastornos de ansiedad bajo supervisión médica, pero su uso indebido está en aumento. En fiestas, algunos jóvenes los combinan con alcohol u otras sustancias, buscando relajación o euforia. Este uso recreativo puede derivar en sobredosis, dependencia o efectos secundarios graves que afectan la salud física y mental.

¿Qué podemos hacer?

Aunque el descenso en el consumo de alcohol es positivo, no podemos bajar la guardia ante la creciente dependencia de ansiolíticos. Es fundamental:

Promover la educación emocional. Las escuelas y familias deben enseñar a gestionar el estrés y la ansiedad con herramientas saludables como el ejercicio físico, la meditación o la terapia psicológica.

Facilitar el acceso a alternativas saludables. Crear espacios seguros para que los jóvenes puedan expresar sus emociones sin temor al juicio.

Concienciar sobre los riesgos. Las campañas informativas deben abordar el abuso de ansiolíticos y enfatizar la importancia de un uso responsable.

Regular su acceso. Implementar medidas que limiten la venta y distribución ilegal de estos medicamentos.

Una reflexión final: plantar cara al lucro cuando la salud está en juego

El abandono del botellón refleja los desafíos emocionales de una generación bajo presión constante. Las luchas internas de los jóvenes no pueden abordarse solo preguntando qué consumen, sino también qué intentan aliviar.

El reto es claro: construir una sociedad que les ofrezca apoyo real, no soluciones temporales en forma de pastillas. El objetivo debe ser una generación capaz de enfrentar sus desafíos con resiliencia, herramientas saludables y el acompañamiento necesario.

Porque más allá del alcohol o el diazepam, lo que está en juego es su bienestar emocional y el futuro de todos.

El aumento del consumo de ansiolíticos no solo refleja una crisis de salud mental, sino también las tensiones entre la ética y el lucro en la industria farmacéutica. Si dejamos que los intereses económicos prevalezcan, corremos el riesgo de perpetuar una sociedad que prioriza el alivio rápido sobre soluciones sostenibles y humanas.

La puerta queda abierta a una reflexión más amplia: ¿estamos preparados para enfrentar los desafíos éticos de un sistema que lucra con el sufrimiento humano?