Contaba el Sr. Deming, el estadounidense cuyo nombre lleva el premio nacional de la calidad del Japón, y el padre del ciclo PDCA, que en las pizarras de las reuniones de las empresas japonesas, durante los años de la postguerra y del milagro económico japonés, en lugar bien visible, estaba la llamada “reacción en cadena de la calidad”, un gráfico en forma de flecha ascendente que empezaba con la calidad, continuaba con menos desperdicios, retrabajos y reclamaciones, seguía con menos coste y más calidad, lo que conducía a la conquista de los clientes y el mercado, y finalmente acababa en más empleos.
Llama la atención el objetivo final: los empleos. No el crecimiento de la empresa, tampoco más ingresos o rentabilidad, menos aún la felicidad de los accionistas. Su foco eran las personas, y particularmente las próximas, en el sentido de prójimo, los propios empleados que eran quienes hacían la calidad.
Además de eso, con la fuerza de un dogma, nuestros clásicos creían en el esfuerzo y en el trabajo inteligente. Su legado: ejemplos de calidad humana, y lecciones de gestión que iluminaron milagros económicos, y que, en el caso de las lecciones de gestión, se quedaron para siempre entre nosotros.
Absortos en sus valores, no parece que les preocupara en absoluto el relato. Relato, no en el sentido de narración o cuento, sino en el sentido de moda: la reconstrucción discursiva de ciertos acontecimientos interpretados en favor de una ideología o de un movimiento político. Perdónenme los doctos académicos de la RAE, pero a esa definición le falta extensión, porque el patrimonio del relato no es sólo cosa de ideólogos y políticos, pobrecitos míos, como si los directivos no construyéramos relatos. A esa definición también le sobra complejidad. Yo diría, simplemente, que relato es lo que he conseguido que otros piensen de mí.
‘A los padres de la calidad les importaba el legado, no el relato’
“El objetivo de este libro es transformar el estilo de gestión en América. La transformación del estilo americano de gestión no es una labor de reestructuración ni de revisión. Hace falta una nueva estructura, desde la base hasta el final”. Así empieza el libro Calidad, Productividad y Competitividad, la salida de la crisis, que el Sr. Deming escribió en 1982, y que contenía sus 14 puntos para salir de ella; libro que, básicamente, de principio a fin, es un rapapolvo a sus compatriotas directivos. No parece que esa crítica integral a los directivos de su país fuera la mejor manera de hacer amigos.
Seguramente, cosas que escribió y defendió, son discutibles. Y el nuevo siglo se ocupó de demostrar que se abrirían otros caminos que conducirían a nuevos milagros, y que serían herramientas de competitividad tan poderosas, por lo menos, como la calidad, si no más. Pero defendió y escribió pensando en el legado y no en el relato, lo cual, a los ojos de un observador del siglo XXI, resulta digno de consideración.
A los padres de la calidad les importaba el legado, no el relato. Ahora, en la Aldea Global, es al revés. Digo esto con nostalgia, la de aquellos tiempos en que las personas no tenían un teléfono pegado a su cuerpo y en el que los valores eran primero, y los intereses, si acaso, venían después. En la Aldea Global, despropósitos grandes y pequeños son la norma y no la excepción, mientras que los ejemplos de calidad humana, como el que nos han regalado los voluntarios de la Dana, son la excepción y no la norma.
Desde 1961, en la Asociación Española para la Calidad trabajamos por la calidad, como práctica de gestión y como principio ético. De nuestro éxito, aunque me gustaría, no voy a presumir, porque por lo menos de lo segundo, hay mucho por hacer.
Avelino Brito Marquina, Director general de la Asociación Española para la Calidad (AEC)
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