Siendo esta mi tercera colaboración, he pensado que no podía pasar más tiempo sin hacer referencia a la sensación del momento, la Inteligencia Artificial.

Para documentarme, y por si acaso podía ahorrarme el trabajo de pensar y escribir, le he pedido a Copilot que me escribiera un ensayo de 1000 palabras sobre calidad e Inteligencia Artificial.

El resultado es extraordinario, con un contenido, estructura, coherencia y gramática difíciles de encontrar hoy en día en las comunicaciones de los propietarios de las inteligencias naturales.

No obstante, el ensayo de Copilot me ha recordado la vez aquella en Corea del Sur, durante un congreso internacional, en el que, para agasajarnos, unos escolares nos cantaron a capela el submarino amarillo de los Beatles. 10 en perfección, 0 en originalidad. Así que, hice una segunda consulta a Copilot, esta vez diciéndole, además, que el ensayo fuera muy emocional y original. Ahora dice lo mismo, pero con palabras más bonitas.

Después de pensarlo bien, he decidido que no estaba a la altura de la revista de José María. La Inteligencia Artificial no ha resultado ser tan inteligente, para mi fastidio.

No me tengo por tecnófobo, esencialmente porque el paso del tiempo suele dejar a los críticos de la tecnología sin argumentos. Como le pasó a Erasmus Wilson, profesor de la Universidad de Harvard, que en 1878 dijo: “Cuando la feria internacional de París cierre sus puertas, la luz eléctrica se apagará y nunca volveremos a oír hablar de ella”. O al New York Times, que, en 1903, solo unas semanas antes del primer vuelo de los hermanos Wright, predijo que serían necesarios entre 1 y 10 millones de años para que la máquina de volar efectivamente lo hiciera.

‘Más conocimiento, nuevas tecnologías, siempre han significado más calidad’

Pasarse de tecnólatra tiene también sus riesgos. Como, por ejemplo, el caso de Alex Lewyt, fabricante de aspiradoras, que en 1955 dijo que en 10 años las aspiradoras estarían propulsadas por energía nuclear. No sabemos si las aspiradoras serían para guardar en casa, como es lo habitual, o serían las casas las que se guardarían dentro de las aspiradoras. Pero aún más llamativo fue el caso del “Gilbert U-238 Atomic Energy Lab”, un juguete de 1950, al estilo de los Juegos Reunidos Geyper, que tenía, entre otras cosas, un contador Geiger y 4 muestras de minerales auténticamente radioactivos como el uranio. Debía ser divertidísimo ver a los niños ponerse verde fluorescente mientras jugaban.

Como profesional de la calidad, reconozco tener desconfianza sobre todo aquello que no conozco o no controlo. Nuestro padre Edwards Deming decía que, si uno no puede describir lo que está haciendo como un proceso, es que no sabe lo que está haciendo. Lo idiopático no encaja con la manera de ver el mundo que tienen los profesionales de la calidad. Y eso me pasa con el nombre de Inteligencia Artificial.

Como es sabido, la combinación de diversas tecnologías está obrando una disrupción, como cuando se inventó la electricidad, o la agricultura, y su consecuencia es una súbita transformación, en principio, para bien. Esas tecnologías incluyen la sensorización, las comunicaciones, el almacenamiento de información y la capacidad de proceso, todo ello en eficacia y volúmenes inimaginables, juntamente con otras cosas, como su accesibilidad para la comunidad de desarrolladores y también la de los algoritmos que van creando sus laboriosas inteligencias naturales.

Como consecuencia de ello, las máquinas son capaces de superar a los humanos en cada vez más cosas, como, por ejemplo, predecir el número de viajeros que utilizarán mañana el trasporte público o hacer diagnósticos a partir de imágenes.

Aunque eso de que la máquina supere al hombre en algo concreto no es nuevo. En realidad, lleva pasando desde la invención de la primera herramienta, que estoy convencido de que fue la cachiporra. El que la inventó se hizo el amo y desde entonces el mundo es como es.

La inteligencia no es solo saber hacer una cosa muy bien, o saber responder a una pregunta, también es saber qué hay que hacer o saber qué es lo que hay que preguntar. Inteligencia implica comprender, en el sentido de abarcar. Inteligencia es curiosidad. Inteligencia es inspirar. Inteligencia es sentido del humor.

Como profesional de la calidad, reconozco igualmente un desasosiego estructural cuando el marketing se acerca. A fin de cuentas, los profesionales de la calidad viven en el espacio de la certidumbre entre lo ofrecido y lo entregado, y los de marketing, en cambio, se mueven en ese mismo espacio, pero en la incertidumbre. Este es un arte que nunca he sabido dominar.

Reconozco haberme sentido amenazado por el marketing en más de una ocasión. Como por ejemplo con el efecto 2000, con el que los informáticos boomer cerramos el milenio. Recuerdo tres años de mucha tensión, mucho trabajo, generalmente innecesario, en ocasiones inverosímil, como aquella apasionada discusión en sede de multinacional de referencia, sobre si los cables eléctricos y los interruptores de la luz de las oficinas estaban o no preparados para el efecto 2000. Finalmente, el 1º de enero de 2001, tuve certeza de lo que secretamente sospechaba, que todo aquello no había sido más que una brillante operación de marketing para vender ordenadores y servicios informáticos.

Algo de marketing creo que tiene el hecho de anteponer la palabra inteligencia a la palabra artificial. Incluso esa cultura de temor que se ha creado sobre la Inteligencia Artificial, creo yo, forma parte de su marketing. Como escuché a alguien que de esto sabe mucho más que yo, o empezaré a preocuparme por Terminator cuando Skynet empiece a tener sentido del humor.

Con o sin inteligencia, con o sin marketing, el hecho es que las nuevas tecnologías, más pronto que tarde, nos van a dejar sin palabras – ya lo están haciendo – por sus capacidades y por la forma en que van a transformar el mundo que conocemos.

Particularmente en la sanidad: en las herramientas de diagnóstico, en el desarrollo de medicamentos, en los tratamientos, en la medicina preventiva, y sí, tendrán un impacto directo en la calidad de los servicios sanitarios.

Más conocimiento, nuevas tecnologías, siempre han significado más calidad. Y calidad real. No artificial, ni virtual, ni de ningún otro tipo. Real, como un buen cachiporrazo.

Avelino Brito Marquina, Director general de la Asociación Española para la Calidad (AEC)
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