Como sociedad hemos construido un mundo sanitario enfocado al diagnóstico, tratamiento y al cuidado de los enfermos, tal como las necesidades del siglo XX lo estaba reclamando. Pero este enfoque antropocéntrico y hacia lo patológico empieza no ser suficientemente eficiente y ágil en los retos que tenemos ya presentes en el siglo XXI, como son las enfermedades emergentes mayoritariamente zoonóticas, la contaminación, la irrupción masiva de los animales de compañía en los hogares, la antibiorresistencia, la gran dificultad de la producción alimentaria en las nuevas condiciones climáticas y demográficas, o la gran movilidad internacional de personas, animales y mercancías.

En todo este sistema, el mundo de la salud animal parece no encontrar jamás el lugar, siendo cada vez más alejado y prácticamente expulsado de las estructuras sanitarias a pesar de que cada vez más se escuche que se trabaja “bajo concepto One Health”. Pero la realidad es tozudamente muy diferente.

En mi década en la cúpula de la patronal sectorial veterinaria he vivido en primera persona cómo los funcionarios y los políticos del ámbito sanitario (ejecutivo y legislativo en todos sus niveles) me transmitieron una y otra vez que no eran sus competencias, a pesar de hablarle de salud pública y prevención de enfermedades humanas. Eso sí, desde acciones en salud animal y de las interacciones animales-medio-humanos, con el afán de que los planes y las estrategias a seguir tuvieran sentido y fueran más eficientes. Parecía que la coordinación de medidas que afectan a la salud pública no es una competencia sanitaria.

Y cuando hablamos de gestión colaborativa y análisis holístico intersectorial para la toma de decisión, el One Health y el interés general se esfuma. Solo se quedan las luchas por guardar unas competencias repartidas hace décadas y que parecen inamovibles hasta el fin de los tiempos, prestándose atención casi en exclusiva al sistema medico asistencial. Poner barreras para prevenir el salto al ser humano de los múltiples y complejos problemas de las que estaba hablando es de cualquier otro, menos de sanidad.

¿Resultado? Entre las competencias de sanidad prácticamente han desaparecido los “asuntos” de salud animal, siendo paulatinamente transferidas a agricultura, medio ambiente, consumo, asuntos sociales y a saber dónde más, dividiéndolas y mezclándolas con temas muy diversos y relegándolas en un segundo, tercero o último plano, siendo día a día más alejadas de estar presentes en las agendas como problemática a abordar, a pesar del gran impacto en la salud pública que tienen.

En consecuencia, el mundo de la veterinaria, pública y privada en todos sus ámbitos, lleva décadas siendo víctima de una regulación fabricada por administraciones diversas, que se pisan y se contradicen entre sí y que difícilmente consiguen asentar una coherencia teniendo como columna vertebral la salud de todos, la eficiencia y el sentido común. Y lo peor, muchas veces se crea normativa a la espalda del sector. Esto ha creado una frustración creciente en el sector con unos niveles de burnout elevadísimas y fuga de profesionales al extranjero.

La gota que ha colmado el vaso ha sido la aprobación del RD 666/2023 (acertado número, por cierto) por el que se regula la distribución, prescripción, dispensación y uso de medicamentos veterinarios, que en los aspectos más conflictivos ha entrado en vigor al principio de este año.

Esta norma introduce una burocracia excesiva en la comunicación de cada prescripción y administración de antibiótico y una prescripción excesivamente restrictiva y arbitraria limitada al registro del producto farmacéutico, que constituye un obstáculo en la libre prestación de los servicios veterinarios en base a criterios científicos, en las necesidades particulares de cada situación clínica y contrario al código deontológico que garantice una buena práctica clínica para el paciente.

Aunque la comunicación mediática de los defensores de la norma haya sido enfocada hacia la problemática del uso “racional y responsable” de los antibióticos, buscándole una imperiosa necesidad  “por razones de salud pública” y por “la gran necesidad de control de la antibioresitencia” es difícil que esta norma se pueda justificar debidamente por el interés general y la proporcionalidad del riesgo, ya que anteriormente a esta norma ya se había reducido el uso de antibiótico veterinario en casi un 70%, precisamente por el control a través de la prescripción veterinaria, en base a la ciencia y sin tanta burocracia.

Y si nos referimos al animal no productor de alimentos (animal de compañía, animal en programas de conservación y recuperación, en parques zoológicos…), la totalidad de las formas farmacéuticas destinada a ellos apenas llega al 1% de la totalidad del mercado farmacéutico, siendo la venta del antibiótico un escaso 0,08% del total. Para cualquiera es fácil entender que esa nueva norma es una medida absolutamente desproporcionada y que difícilmente puede justificarse por el “significativo” impacto que busca conseguir como beneficio para la salud pública. Y todo esto en un país que recibió en 2024 en torno a 87 millones de turistas extranjeros. ¿Con las superbacterias que viajan en avión o se importan a través de alimentos de los países con mucho menos controles qué hacemos?

En la sociedad actual, los animales de compañía juegan un gran papel de apoyo y soporte a las personas, especialmente en cronicidad, en salud mental, en la soledad no deseada y en el envejecimiento activo. Por lo tanto, cuando hablamos de los animales de compañía y la salud pública también debemos tener en cuenta el impacto positivo que estos animales producen en la salud física, mental y emocional de las personas y no hablar fríamente solo y exclusivamente sobre la antibioresistencia.

Tenemos infinitamente más estudios científicos publicados y contrastados sobre el impacto positivo en la salud física y mental por el vínculo persona-animal y esta convivencia estrecha que los impactos negativos por antibioresistencia derivados del uso del antibiótico en los animales de compañía.

Por lo tanto, cuando se argumentan restricciones por justificación de salud pública, hay que ser mucho más rigurosos en el análisis de beneficio-riesgo y no desligar la antibioresistencia de otros impactos físicos y mentales en la salud de las personas.

La realidad y las necesidades sociales en nuestro país en relación con el medicamento veterinarios son bien diferente a las que pretende imponer la legislación y lo hace oponiéndose a la reglamentación europea, al mercado único, vulnerando derechos de los consumidores, cuestionando la presunción de inocencia de todo un colectivo profesional universitario y poniendo en jaque la salud animal, la salud pública y la protección medioambiental.

El conjunto de incongruencias legislativas, la inseguridad jurídica y la burocracia excesiva desincentiva la inversión en el mercado veterinario español y la contratación, y hace muy complicada la retención del talento profesional que decide emigrar a otros países mucho más amables y respetuosos con las competencias de los facultativos, con el bienestar animal y con la importancia de la veterinaria en la salud pública.

¿Se conseguirá revertir tantas décadas de malas decisiones? El tiempo lo dirá. Pero la veterinaria está decidida luchar por ello porque se ha traspasado ya el límite del aguante.