Durante los últimos meses se ha puesto una vez más en cuestión el modelo de asistencia sanitaria de los funcionarios del Estado. En esta ocasión el debate no se limita al modelo de asistencia, sino que se ha centrado en su viabilidad. Tradicionalmente, los sectores ideológicamente más a la izquierda critican el modelo que permite que los funcionarios del Estado, del poder judicial y de las fuerzas armadas, puedan elegir cada mes de enero entre recibir la asistencia sanitaria del sistema público o de una de las aseguradoras concertadas por su mutualidad. En esta ocasión, al debate ideológico se ha añadido el relacionado con el precio que las aseguradoras reciben por el concierto. Estas entidades no han concurrido a la licitación del concurso para el año 2025 a pesar de la subida de precios, según el licitador superior al 17%, porque declaran pérdidas millonarias. El contrato de MUFACE con las entidades aseguradoras tiene tres puntos críticos que son el precio, su procedimiento de actualización y la duración del contrato, porque las características del colectivo de funcionarios y de la cartera de servicios del contrato son inmodificables.
La memoria de MUFACE correspondiente al año 2023, informa que solo el 30% de los mutualistas optó por el sistema público. Según la misma fuente, el coste de la asistencia sanitaria, que incluye el precio que se paga a las entidades aseguradoras, la prestación farmacéutica y resto de prestaciones sanitarias, ascendió a 1.608,81 millones de euros, que supone un promedio de 1.051 euros por persona. El precio de licitación del contrato para el año 2025 y que las aseguradoras rechazaron fue de 1.337 millones de euros, lo que supone un promedio por persona de 1.246. Si a ese precio se le añadieran los gastos de la prestación farmacéutica y resto de prestaciones sanitarias, el promedio de gasto por persona puede estimarse que se aproximaría a los 1.700 euros por persona en 2025. Por otra parte, el informe sobre principales resultados de la estadística sanitaria de gasto público que ha publicado el Ministerio de Sanidad informa que el gasto sanitario promedio por habitante en las comunidades autónomas en el año 2022 fue de 1.769 euros. Todavía no se dispone de datos de 2023. Es decir, el gasto promedio por persona para asistencia sanitaria de MUFACE previsto para 2025 no alcanzaría al del Sistema Nacional de Salud para 2022. Como puede comprobarse, la diferencia es importante y permite respaldar la afirmación de las aseguradoras de que el sistema está infrafinanciado.
Desde luego, no es lógico que el Estado pretenda que la asistencia sanitaria a sus funcionarios tenga un coste tan inferior al general, salvo que lo pueda justificar, algo que no hace, por razones demográficas, de eficiencia o de cartera de servicios. No es realista una diferencia del 41% en 2023. Aunque todas estas cifras se puedan refinar para mejorar la comparación, por ejemplo, restando el precio que se paga por la asistencia a los funcionarios en el extranjero, o el coste de la prestación farmacéutica en ambos colectivos porque los sistemas de aportación son distintos, la diferencia es demasiado grande y debe concluirse que desde luego las aseguradoras no parece que estén haciendo un buen negocio con este contrato.
‘El Estado debería establecer un procedimiento de revisión de precios que permitiera que su duración fuera de al menos cinco años’
Como se trata de aseguradoras y no de proveedores directos del servicio, tampoco se puede pretender que con este contrato se consiga un volumen de pacientes que permitiera cubrir costes fijos permitiendo que el beneficio se obtuviera con los pacientes privados en sentido estricto. No hay que perder de vista que lo que hace el Estado con estos conciertos es transferir el riesgo a las aseguradoras. En resumen, con los datos publicados el precio del contrato no permite cubrir los costes y licitar el concierto con estas condiciones es contrario a la ley de contratos del sector público.
Queda entonces la decisión de qué se hace para que los funcionarios reciban las prestaciones sanitarias a las que tienen derecho. Como su cartera de servicios es como mínimo la del sector público si lo que se pretende es mantener el sistema, la única solución posible es aumentar el precio del contrato de forma que las aseguradoras mantengan el servicio. El problema aquí se presenta además de por establecer el precio del contrato, por su duración, porque, aunque el precio sea hoy razonable, dentro de uno o dos años quedará de nuevo desfasado. El gasto sanitario público, salvo los años de crisis económica, siempre ha sido creciente. Tampoco es razonable que un contrato de esta envergadura se licite todos los años tanto por la incertidumbre que se genera a los beneficiarios y al mercado, como por los costes administrativos de la licitación. Por lo tanto, además de fijar un precio razonable y que cubra el coste, es necesario un procedimiento de revisión de precios, algo que la administración pública evita siempre que le es posible. Un argumento más para que la duración del contrato supere el año es el de la continuidad asistencial, que es un principio de calidad que los mutualistas también tienen derecho a exigir.
Por lo tanto, el Estado se encuentra ante un sudoku de solución imposible, salvo que incremente el presupuesto del contrato de manera significativa y establezca un mecanismo de revisión de precios que permita mantener los niveles de calidad imprescindibles en un contrato de asistencia sanitaria, que debería ser de larga duración por razones de continuidad asistencial.
La otra opción, como es lógico, es la inclusión de los mutualistas en el sistema público terminando con la diferencia que ahora existe. Esta es la que parece preferir la ministra de sanidad, cuyo ministerio no tiene competencia en la gestión de las prestaciones de los mutualistas. Aunque la ministra afirma que el sistema público puede incorporar al colectivo de mutualistas sin dificultad, no se ha hecho público el informe o los estudios que avalan esa afirmación.
La inclusión de los mutualistas en el sistema público presenta al menos dos problemas diferentes. El primer problema es el de la continuidad asistencial de los pacientes (en este caso son mutualistas que además son pacientes) que están siendo asistidos por los centros privados concertados por las aseguradoras. No es razonable una transferencia brusca de esa asistencia a los servicios públicos. Esa transferencia debería tener lugar de forma planificada para cada paciente, de forma que se tenga en cuenta la variabilidad que presentan sus condiciones clínicas. Esa necesaria planificación debe involucrar necesariamente a los servicios clínicos que se responsabilizarían de la asistencia a partir de ahora. No se puede pretender, por ejemplo, que un paciente oncológico, en tratamiento con radioterapia o quimioterapia, o ambas, de un día para otro sea asistido por un servicio diferente, que no ha conocido con anterioridad esa nueva demanda.
El segundo problema que se presenta para el cambio de modelo es de la capacidad del sistema público para atender al nuevo colectivo, que sin contar con los mutualistas del poder judicial y de las fuerzas armadas supera el millón de personas. En este caso, el problema se presentaría sobre todo en determinadas comunidades como la Madrid, donde reside el mayor número de servidores públicos. La situación del Sistema Nacional de Salud en estos momentos es de gran debilidad, tanto en atención primaria como en hospitalaria. Las dificultades del primer nivel de atención son bien conocidas y las cifras de lista de espera se mantienen muy elevadas. Con la información publicada es difícil analizar la repercusión que tendría este aumento de población protegida por el sistema público, pero desde luego no resultaría beneficiosa para la ya deteriorada accesibilidad.
En resumen, el Estado no puede pretender que las aseguradoras pierdan dinero, pero además de mejorar el precio del contrato debería establecer un procedimiento de revisión de precios que permitiera que su duración fuera de al menos cinco años. En caso de abandonar el modelo actual deberían analizarse con cautela tanto las repercusiones para los pacientes como para la accesibilidad en el sistema público.