El sintagma “el futuro ya llegó” parece una de las múltiples expresiones prefabricadas que nos inundan en estos mares de sobreinformación en los que, las personas y, por ende, los profesionales de la salud y nuestros pacientes han de navegar de forma estrepitosa y con embarcaciones de dudosa solvencia. Se trata de uno de los múltiples síntomas que afectan a la sociedad del siglo XXI. La gran aceleración de la llegada del futuro está imbricada a las rápidas transformaciones socioeconómicas y biofísicas; realmente se iniciaron a partir de mediados del siglo XX, como consecuencia del enorme desarrollo tecnológico y económico acontecido tras el final de la Segunda Guerra Mundial y que nos precipitó al mundo entero en un formidable proceso de cambios drásticos, los cuales, algunos perduran. Todos estos acontecimientos son inequívocamente atribuibles a las actividades humanas, dando lugar a lo que se conoce como la era del ser humano (o “antropoceno”) caracterizada por el ingente crecimiento del sistema económico-financiero mundial, el desarrollo tecnológico y la profunda crisis bioclimática.
En paralelo a toda esta descripción de sucesos, cambios de usos y costumbres, y disrupciones varias en los últimos decenios, los sistemas de salud se han acoplado de forma intermitente a estos flujos de entrada-salida de conocimiento y tecnología. Sin embargo, las preocupaciones que suscita el futuro de los sistemas de salud son prácticamente las mismas en todos los continentes. La salud se ha convertido en lo más importante para las poblaciones de los países, bien sean más o menos desarrollados.
Uno de los focos de atención es la mejora de la participación social y profesional en la toma de decisiones y, por supuesto, la humanización. Es evidente que el asunto de llevarlo a la práctica es bastante complejo, reiterativo en determinado punto, y ejemplo claro de proceso que marcha a diferentes velocidades. Por otro lado, podrán convenir conmigo que suele coincidir en la práctica ser considerado un serio incordio por parte de determinados agentes del sector salud, que han demostrado un interés más que escaso en propiciarla (no miremos a otro lado, por favor). Y ahora un par de preguntas retóricas: ¿es posible que vivamos en un mundo de dobles, triples o “n” velocidades?, ¿quién/es y cómo se definen los conceptos de velocidad social y de evolución necesaria de los sistemas de salud? Probablemente cada uno tendrá sus propias respuestas, el asunto clave es que no conseguimos alinearnos en términos de cinemática.
La profunda aceleración parece que implica llenarse la vida con actividades febriles, ritmos infernales, de suerte que no nos queda tiempo para afrontar las verdaderas cuestiones, lo esencial, lo trascendental. Sin embargo, la prisa en la que vivimos no responde casi nunca a que tengamos tareas importantes que hacer con urgencia, sino a los requerimientos de un modo de vida que trata de mantenernos distraídos y ocupados todo el tiempo. No olvidemos que cuando hablamos de las relaciones personales, que se han acelerado igualmente, primando el concepto “fast” (seguido de lo que ustedes quieran) aunque ello lleve a un sentimiento de falta de intimidad y de escasa o paupérrima conectividad, no podemos por menos asumir que no es posible acelerar en determinados planos psicoemocionales. Los seres humanos necesitamos conexiones auténticas, deseamos intimidad, solicitamos ser tenidos en cuenta, pero las relaciones humanas son complejas y precisan tiempo, trabajo, dedicación y cuidado, mucho cuidado. Una cuestión es la agilidad o rapidez humana que nos reitera en nuestra condición, y otra cuestión son las velocidades artificiales paralelas, “el futuro ya llegó”: ¿te subes o te bajas?, tú decides.