Aveces, la salud pública se asemeja a un ajedrez donde las piezas, vidas y recursos, se mueven en un tablero complejo, donde cada jugada despierta ecos éticos. En la encrucijada entre la eficiencia y la equidad, la sanidad española, como otras, se enfrenta a decisiones que resuenan con las antiguas preguntas de la filosofía moral. El consecuencialismo, con su mirada puesta en el bienestar de la mayoría, guía muchas decisiones en la asignación de recursos. ¿Debemos invertir en tratamientos costosos para enfermedades raras, o priorizar intervenciones que beneficien a un mayor número?

La lógica es fría: maximizar la salud poblacional. Campañas de vacunación, programas de detección temprana, inversiones en infraestructuras; todos son ejemplos de un cálculo que busca el mayor bien posible. Sin embargo, este enfoque no está exento de dilemas, problemas y la mecánica de dejar fuera a las personas que sufren enfermedades raras, cuya inversión es irrisoria y la población todavía no está lo suficientemente concienciada. Es un trabajo que debemos hacer para garantizar la universalidad a la sanidad, para todos.

La escasez de camas en la UCI durante la pandemia, por ejemplo, obligó a priorizar pacientes, una decisión que, planteó profundas cuestiones éticas. ¿Dónde trazamos la línea entre la eficiencia y la justicia? La creciente externalización de servicios sanitarios, buscando una reducción de costes, podría generar un sistema sanitario de dos velocidades, donde los pacientes con mayores recursos tendrían acceso preferente. Esto también genera dilemas consecuencialistas, pues la aparente eficiencia a corto plazo puede tener consecuencias negativas a largo plazo en la equidad del sistema. La deontología, con su énfasis en los derechos y la dignidad del paciente, nos recuerda que la salud no es solo un número, sino un derecho fundamental.

El consentimiento informado, la confidencialidad, la igualdad de acceso; son principios que resuenan en cada consulta, en cada decisión médica. Un médico deontológico se negaría a participar en experimentos sin el consentimiento del paciente, un principio que protege la autonomía individual. Pero, ¿cómo conciliamos estos derechos con la realidad de un sistema con recursos limitados? La lista de espera para ciertas intervenciones, la disparidad en el acceso a tratamientos innovadores, son ejemplos de cómo la escasez puede socavar la igualdad. La burocratización de la atención, donde el tiempo dedicado al paciente se reduce en aras de la eficiencia administrativa, también genera dilemas deontológicos, pues el derecho a una atención digna y personalizada se ve comprometido. La ética de la virtud, por su parte, nos invita a mirar más allá de las reglas y los números, a cultivar la excelencia profesional y la compasión.

‘La deontología, con su énfasis en los derechos y la dignidad del paciente, nos recuerda que la salud no es solo un número, sino un derecho fundamental’

Un médico virtuoso no solo trata la enfermedad, sino que también cuida al paciente, un principio que cobra especial relevancia en la atención primaria, donde la relación médico-paciente es clave. La vocación, el compromiso, la empatía; son cualidades que no se pueden medir, pero que son esenciales para una sanidad humana. La creciente precariedad laboral de los profesionales sanitarios, con sobrecarga de trabajo y falta de reconocimiento, dificulta el cultivo de estas virtudes, pues un profesional exhausto y desmotivado difícilmente podrá brindar una atención óptima. La ética del cuidado, centrada en la vulnerabilidad, nos recuerda que la salud no es solo un derecho individual, sino también una responsabilidad colectiva.

La atención a los ancianos, a los enfermos crónicos, a las personas con discapacidad, son ejemplos de cómo la sanidad debe ser un espacio de cuidado y protección. La pandemia, con su impacto desproporcionado en los más vulnerables, puso de manifiesto la importancia de esta ética. Los profesionales sanitarios, a pesar del riesgo y el agotamiento, mostraron una dedicación que trascendió la mera obligación profesional. La soledad no deseada, la falta de apoyo social, son factores que influyen en la salud y que exigen una atención integral, donde la sanidad pública debe trabajar en colaboración con otros servicios sociales.

En este mosaico ético, no hay respuestas fáciles. La sanidad española, como otras, navega en un mar de incertidumbre, donde cada decisión plantea dilemas complejos. La búsqueda de un equilibrio entre la eficiencia y la equidad, entre los derechos individuales y el bienestar colectivo, es un desafío constante. La clave reside en un diálogo constante entre profesionales, gestores y ciudadanos, un diálogo que nos permita construir una sanidad que sea, a la vez, eficaz, justa y humana. En un mundo cada vez más tecnológico, donde la inteligencia artificial y la genómica prometen revolucionar la medicina, es crucial no perder de vista la dimensión humana de la atención sanitaria. La tecnología debe ser una herramienta al servicio de la salud, no un fin en sí mismo, y su implementación debe ser guiada por principios éticos que aseguren que beneficie a todos, y no solo a unos pocos.

El futuro de la sanidad pública se juega en cada consulta, en cada quirófano, en cada despacho de gestión. Se juega en la capacidad de diálogo, en la voluntad de construir consensos, en la audacia de romper los moldes. Se juega, en definitiva, en nuestra capacidad de recordar que la salud no es una mercancía, sino un derecho, un valor, un patrimonio que nos pertenece a todos.