Las respuestas desde la organización del dispositivo sanitario para el abordaje de los problemas de salud y su lógica de intervención y financiación públicas se han concretado en forma de servicios nacionales de salud (SNS), concebidos como un ‘servicios’ gestionados por un organismo administrativo, con una aspiración ‘nacional’ cohesionadora frente a la diversidad, y ‘de salud’ como aspiración a la intersectorialidad en su funcionamiento, o bien de sistemas de aseguramiento social (SAS), articulados en red y con diversidad de proveedores. Estos últimos se configuran en torno a tres características: son ‘sistemas’, como parte de un engranaje ante la diversidad de proveedores y la heterogeneidad de los individuos; ‘de aseguramiento’, ante la obviedad de que se cubren prestaciones sanitarias limitadas, y son ‘sociales’, por la exigencia de primas comunitarias (no individuales, no actuariales, no ajustadas al riesgo). Ambas estructuras se legitiman a través de procesos políticos, aun cuando los propósitos no se vean siempre justificados por los hechos; por ejemplo, en la intersectorialidad deseada por los SNS o la eliminación de todo rastro de selección adversa o de riesgos en los SAS.
Es muy tentativo ante un determinado problema someter a valoración cuál d los sistemas responde mejor a las necesidades sociales; en particular ante un particular test de estrés como el que ha sometido el covid19 a los sistemas sanitarios públicos. Así en su respuesta, ajustando los recursos a la nueva necesidad generada por la pandemia (ampliación de camas de críticos, movilización e recursos –ante humanos como asistenciales), la capacidad gestora de actuar con agilidad, flexibilidad, sin interferencias políticas o burocráticas, la disponibilidad mostrada en gestión de estocs, acceso a fondos de contingencia y autonomía para anticipar ciclos, interpretar datos y coordinarse con otros servicios asistenciales de interés.
Cuando la tormenta amaine, la tentación a comparar el comportamiento de ambos sistemas en términos de recursos (gasto comprometido) y del objetivo conseguido (esperemos que con la aparición igualatoria de la vacuna), introducirá la comparativa del gasto/PIB y su composición y en términos capitativos, o ajustado por riesgos poblacionales y por otros factores exógenos en busca de la bondad de las respuestas.
En este trabajo exploraremos ambos aspectos a fin y efectos de ofrecer lo que consideramos son términos justos de la comparación.
LA NATURALEZA DE LOS SISTEMAS SANITARIOS
El modo concreto de intervención pública adoptado en la mayoría de los países occidentales ha sido la creación de servicios nacionales de salud (SNS), como el National Health Service (NHS) británico, o bien de sistemas de aseguramiento social (SAS, o también National Health Insurance Systems, NHIS) concebidos como un servicio público administrado más los primeros, o en la tradición «bismarckiana» como un medio de aseguramiento contra la enfermedad de los trabajadores.
Los SNS unen en su denominación tres conceptos básicos: servicio, por considerarlos un servicio de la Administración como otros disponibles; nacional, como aspiración uniformizadora frente a la diversidad territorial; de salud (y no solo de servicios sanitarios), como pretensión de intersectorialidad para el alcance de los objetivos. Aunque en la realidad las políticas seguidas no siempre confirman esta triple naturaleza, ésta forma parte de su ADN. El Reino Unido, los países nórdicos y una parte de los mediterráneos (entre ellos, España) configuran el grupo de los que se han decantado por establecer un SNS.
Otros países europeos como Austria, Holanda, Alemania, Francia y Bélgica han configurado un sistema de aseguramiento sanitario-social (SAS), considerando el «sistema» como un engranaje ante la diversidad territorial de proveedores y colectivos; el necesario «aseguramiento» para gestionar las prestaciones limitadas con criterios de cobertura y selección de proveedores sanitarios (industria de servicios); y su obvio carácter «social», por la exigencia de primas comunitarias (no individuales, no actuariales, no ajustadas al riesgo) y fundar su financiación en criterios de solidaridad (del no usuario en favor del paciente).
Esta aclaración semántica ofrece, además, una lógica que permite asignar a los agentes sus diferentes funciones básicas para el buen funcionamiento del sistema. Nos referimos, evidentemente, a quién debe realizar las funciones de planificación sanitaria, financiación, aseguramiento, compra y suministro de los servicios. Esas funciones son distinguibles, a su vez, por dos parámetros básicos: el peso implícito de los componentes políticos y técnicos en cada una de ellas y la lógica gestora que abona su racionalidad. Es posible establecer, en general, un gradiente para cada sistema en cuanto a sus valores políticos y técnicos, desde la planificación y la financiación (mucho más políticas) hasta el suministro de los servicios (más técnicos, más cercanos a la evaluación económico-financiera del mundo empresarial). También se podrían distinguir a partir de los balances —entre costes y beneficios— de la priorización que establecen: desde la función planificadora, con una clave más política y con propensión al «sí», hasta la gestora, encaminada a la más necesaria y frecuente opción del «no».
Constatado lo anterior parece remarcable que sea cual sea el punto de partida (SNS o SAS) en los diseños históricos de sus sistemas de salud, los dispositivos organizativos de la mayoría de los países occidentales están experimentado profundas reformas, que continuarán según la lógica de cada sistema —sin olvidar la relación entre política y gestión— y la racional separación e identificación de las funciones, pero convergiendo en algunos puntos comunes.
La elección del mejor sistema
Lo que se pueda considerar un buen sistema de salud es algo que supera una estricta comparativa objetivable. Sus dos parámetros principales -coste y efectividad- contienen elementos que subvierten consideraciones apriorísticas de aplicación universal. Así, en lo que se haya de entender como coste de oportunidad público es necesario tener en cuenta tanto el concepto presupuestario impositivo como el gasto privado social, resultante de la regulación pública. En un caso por la coacción del tributo, y en el otro del pago coactivo. Y al considerar su efectividad, se deben tener en cuenta aquellos resultados objetivables en salud que dependen de elementos ajenos a los sistemas sanitarios, así como las valoraciones sociales subjetivas utilitarias que queramos aceptar en sus indicadores. Las diferencias entre sistemas públicos y privados son enormes, tales como las derivadas de cómo considerar la pérdida de bienestar por disposición a pagar ante la restricción de acceso, tiempo de espera y angustia, o cómo valorar copagos evitables ante efectividad relativa menor. Estas premisas dejan en entredicho los esquemas convencionales de valoración.
Todo ello se expresa en la dificultad de evaluar globalmente los sistemas sanitarios de los países, más allá de las fronteras e idiosincrasia de sus ciudadanos. En sistemas públicos, el debate abarca la tradicional caracterización de los sistemas de salud Bismarck ó Beveridge según sus rasgos, hasta los cuatro modelos evolucionados de esa misma raíz: con pago directo, basado en impuestos, aseguramiento social y aseguramiento privado, la preponderancia del criterio de financiación, relacionado con el acceso al servicio y la elegibilidad en su utilización. Cabe entonces dilucidar una clasificación que, lejos de aspirar a ser antagónica, ofrezca una versión de los caminos que han recorrido en los respectivos países. Observar los sistemas desde la experiencia y el conocimiento teórico permite comentar sobre sus principales debilidades y bondades.
OBSERVATORIO DE SISTEMAS SANITARIOS PÚBLICOS
La genética de los diferentes sistemas se puede conocer a partir de la constatación de cómo han tendido a resolver las funciones clave de toda organización sanitaria en cuanto a la financiación, provisión y producción de los servicios. Sin pretensión de exhaustividad, se ofrecen a continuación sus «polímeros» (redes), «moléculas base» (funciones asistenciales), «células» (centros) y «proteínas» (incentivos). De este modo podemos distinguir entre sistemas que responden a trayectorias, culturas e ideologías suficientemente diferenciadas para evitar considerar que los extremos de unos son claramente «superiores» a los de los demás.
El análisis permite una clasificación de los sistemas de salud en tres tipos básicos: los basados en la regulación (SR) que transfieren responsabilidades a terceros y solo mantienen, subsidiariamente, redes de seguridad públicas —para ancianos y pobres— como en el caso de Estados Unidos para estos colectivos; los de provisión y producción públicas (SPB) que se estructuran tal como hemos anticipado, en forma de servicios nacionales de salud, como si de un servicio administrado más se tratara; y aquellos que se decantan por el aseguramiento social de los cuidados sanitarios —los llamados sistemas de provisión pública y producción privada (SPV)—, habituales en los modelos europeos continentales.
Sistemas regulados
Un sistema regulado (SR) es aquel que identifica la responsabilidad pública sanitaria en la simple determinación de la obligatoriedad del aseguramiento. Esto no implica la provisión ni la producción de los servicios por parte del sector público, ya que la responsabilidad y la asunción del coste de su financiación se consideran individuales. Todos los ciudadanos han de estar asegurados respecto a sus posibles contingencias sanitarias, y se les puede obligar y multar por no hacerlo. La acción del «buen samaritano» para con el enfermo acaba aquí: de otro modo se generan procesos de abuso moral con falta de incentivos al cumplimiento de la norma. El aseguramiento se suele exigir a través de las empresas, y puede tener un coste para el erario público si se subvenciona fiscalmente.
La regulación pública se suele extender también a otros aspectos de la provisión, tales como la acreditación de profesionales y centros privados, la certificación de equipamientos o la acción colectiva ante potenciales malas prácticas. Cuando la regulación por inputs se hace demasiado extensiva (planificación de necesidades, licencias de inputs, autorización de equipamientos, condiciones de trabajo, precios máximos, etcétera), existe el riesgo de que la limitación de la autonomía de los productores y proveedores acabe perjudicando la eficiencia que se intenta conseguir.
La obligatoriedad del aseguramiento no suele tener un alcance omnicomprensivo. Puede incluir tan solo un paquete básico de servicios y/o contingencias. Tampoco implica una cobertura a través de una prima única de aseguramiento, sino que caben prestaciones complementarias a precios libres. Ni tampoco un pool global de aseguramiento, tanto individual como colectivo, aunque en este caso es más común encontrarlo en el ámbito de la empresa. Cuando se extiende a todos los ciudadanos, alcanza normalmente a personas sin medios —en ocasiones, también a ancianos— y se realiza por la vía de la provisión-financiación directa. En este caso, el coste de acceso está siempre completamente cubierto por la prima de aseguramiento, aunque pueden haber precios y copagos complementarios en el punto de acceso. Otros aspectos inherentes a estos sistemas son la diversidad de proveedores y la libre elección. En este caso, se dirime si la elección del proveedor por parte del grupo puede imponerse a la decisión individual, y si esta última debe contar con incentivos a una elección más informada de modo que la información pública sea un bien colectivo.
En los contextos anteriores, la preocupación por la equidad se refleja tan solo en cierta discriminación a favor de determinados servicios (los más eficientes con menor coste de acceso) o de grupos con una responsabilidad colectiva (mayores, veteranos de guerra, personas con alguna minusvalía, pobres de solemnidad). Y siempre con el deber de prestar alguna forma o modalidad de auxilio ante urgencias vitales. Aun en este caso, el sistema no supone siempre una provisión pública, pudiendo corresponderse con un servicio privado, para cuya financiación el sector público media con el proveedor privado o transfiere recursos monetarios al ciudadano para eliminar potenciales barreras de acceso. Por lo general, los sistemas que intentan primar la responsabilidad del individuo, por encima de su salud, pecan de una falta de equidad en el acceso, el consumo y el resultado.
Los esfuerzos por establecer limitaciones en los cuidados de salud del «buen samaritano» pueden generar fácilmente «trampas de pobreza», discontinuidades en las que la edad, un determinado umbral de renta, una cierta condición más o menos subjetiva, más o menos ajena al individuo, puede marcar elevadas diferencias en los deberes propios frente a los derechos legitimados colectivamente. Podría decirse también que los sistemas regulados son menos eficientes atendiendo a datos agregados de gasto y resultados de salud, aunque, ya hemos dicho, esta ecuación se interpreta de un modo desigual entre países con culturas diferentes sobre lo que supone la libre elección y la disposición a pagar. También existen ineficiencias de funcionamiento: en los SR suele haber duplicidades, demanda inducida, menos integración y secuenciación de servicios, poca continuidad entre atención primaria y especializada, y un elevado coste, ya que es imposible o no deseable una regulación de amplio alcance que interfiera en la esfera privada al completo. Pero, de nuevo, esto no hace que el sistema sea «peor», sobre todo si las decisiones claves en su operativa se legitiman políticamente en leyes con el suficiente respaldo social.
Sistemas de provisión y producción públicas
Los sistemas de provisión —entendida esta como responsabilidad y financiación— y producción pública (SPB) suponen la integración completa de la cadena de valor sanitaria: el sector público asume desde la planificación y la definición de la cartera de servicios hasta su compra y suministro sobre el territorio. Como si de un servicio administrativo más se tratase, diversos departamentos públicos concatenan decisiones de priorización de salud de acuerdo con diversos factores: condicionantes epidemiológicos, capacitación gerencial, formación de profesionales, regímenes presupuestarios, de control y evaluación, etcétera. Esta tarea se realiza a través de funcionarios jerarquizados, con puestos de trabajo reglamentados y condiciones laborales y salariales que no son determinadas por las propias organizaciones. Su eficiencia se basa en la posibilidad de integrar los cuidados asistenciales sin otra dificultad que la derivada de implantar las propias directrices que se deciden y protocolizar su aplicación a través de órdenes y circulares. Las compras mancomunadas (con el límite del comprador único) y la uniformidad (escasa elección, catálogo básico unificado, inspección exclusiva) son intrínsecos a estos sistemas, de los que se suele discutir más «lo hecho» (incentivos, capacidades, gestión) que «lo dicho» en el ámbito político. La priorización de las prestaciones, el catálogo de servicios concretos y la planificación de las necesidades de los colectivos cuya salud es más frágil no siempre se resuelven de manera coherente, a pesar de la unificación del «ordeno y mando» político de su régimen de funcionamiento. La división en departamentos, la falta de presupuestos por programas y la presión de lobbies en los eslabones técnica o políticamente más débiles son sus mayores interferencias. De hecho, el discurso de la planificación —que debe basarse en los objetivos de salud poblacionales— se traduce mal en los sistemas de información mayormente de actividad asistencial. A su vez, un sistema de control tardío suele identificar únicamente las diferencias en el coste de los inputs, mientras que la financiación se rige por criterios históricos (más o menos incrementalistas), y no por la retribución de los resultados en salud.
En estos modelos de provisión «publificados» la equidad cobra una importancia capital, pues a menudo se intentan amparar en ella algunas ineficiencias y/o legitimar la dureza de algunas restricciones, ya sea de servicios no cubiertos, de retribuciones máximas o de tiempos de espera. La poca presencia de financiación ajena a los impuestos se anuncia como una baza positiva, aunque nada es gratuito, de modo que el abuso moral y la sobreutilización que estos sistemas pueden provocar tienen su antídoto en pequeños copagos evitables y, en este sentido, en tasas tan eficientes como equitativas. Aunque es cierto que estos sistemas sanitarios son los que menos recursos consumen y mejores resultados de salud obtienen, esta no es la única evaluación posible. De hecho, algunas sociedades ponderan otros criterios que hacen inaceptable el racionamiento o la falta de libre elección.
Sistema de provisión pública y producción privada (SPV)
Los sistemas de aseguramiento social de servicios sanitarios combinan, en distinta medida, la regulación con la provisión pública, pero dejan abierta la producción a profesionales, centros, organizaciones, mutualidades o aseguradas privadas, con o sin ánimo de lucro. Son el resultado de unificar proveedores, con distintas formas de producción, que se reconocen como partes del sistema ya que normalmente existían antes de la propia creación de la red pública.
Las afiliaciones son obligatorias a través del empleo o del empleador. Sin embargo, los beneficios no se confinan a la continuidad del trabajo en la empresa, sino que se mantienen a lo largo de la vida al tratarse de derechos contributivos. Con el tiempo, la libre elección del asegurador, entre los públicamente convenidos, se separa completamente de las categorías laborales y de las empresas, que son simples intermediarios que colaboran, y en algunos casos complementan, el alcance de la cobertura y/o su financiación. En estos sistemas el aseguramiento es universal y el sector público se encarga de los ámbitos a los que no alcanzan los intermediarios. La financiación se establece en cifras per cápita, según la población, como corresponde a un sistema de aseguramiento, y existe un registro individual que permite ajustarla atendiendo a diversos factores, como el riesgo predecible.
La industria sanitaria —como las corporaciones de profesionales sanitarios—, con sus diversos agentes e intereses, juegan un papel fundamental que en algunos casos puede llegar a supeditar políticas de salud que no dependan exclusivamente del sector sanitario. El abuso moral o el escaso cuidado en la utilización de determinados servicios se combate con copagos más generalizados que en el sistema de producción pública. Su enfoque de eficiencia es, en este sentido, el correcto: salud poblacional y financiación prospectiva, se priman elementos como la prevención, la educación, la coordinación y la comparación de la eficiencia relativa dentro de las redes integradas. Su gran talón de Aquiles es el de la equidad y se concentra en una potencial selección de riesgos que discrimine entre colectivos. Ello sucede si los ajustes no compensan correctamente los riesgos poblacionales, por lo que puede quebrarse el equilibrio efectivo del aseguramiento. Sin embargo, más allá de los ajustes mencionados, existen también técnicas de reaseguro y tratamiento de casos extremos, fuera de la financiación básica, que permiten al regulador público velar por una mayor equidad de los cuidados de salud.
¿LAS CIFRAS DE GASTO DEMUESTRAN LA EFICIENCIA SANITARIA?
Sería tentador intentar resolver el dilema de cuál es el mejor sistema acudiendo a quien muestra una menor cuantía en los recursos empleados por el sector sanitario. Esto sería obviamente un disparate. Más apropiado parecería recurrir a indicadores relativos de gasto y resultados. Solo hay un problema: la confusión reina sobre cómo interpretar sus cifras. Por ejemplo, en España algunos han extendido la percepción de que se gasta poco en sanidad. Como consecuencia, los grupos más directamente implicados en el sector de los cuidados de la salud —pero no solo ellos— han mostrado cierta resistencia a la contención del gasto público, bajo el supuesto de que esta limitación no debe ni puede afectarles. Sin embargo errores de cálculo y las tergiversaciones generalizadas permiten discrepar en la interpretación de las cifras (Véase Anexo2)
La primera discrepancia surge al decidir si se debe considerar el gasto sanitario total o tan solo el público, pues la valoración de uno y otro es distinta, tanto en relación al modo en que se financia el gasto como en la manera en que se decide su aplicación. Si nos referimos solo al gasto sanitario público, el segundo paso es fijar el indicador de referencia, que puede ser la renta del país, o, en términos poblacionales sus valores per cápita. Si la consideración parte desde esta última perspectiva, cabrá añadir un punto relativo a la moneda en que computamos el gasto (no habrá problemas en la zona euro, pero sí cuando comparemos datos de Estados Unidos o el Reino Unido al tener divisas diferentes) y cómo aproximamos su distinta capacidad adquisitiva real (por aquello de que un euro no compra la misma cesta de bienes y servicios en cada país). Eurostat, por ejemplo, establece la valoración según «euros ppp» (purchasing power parity, paridad de capacidades adquisitivas). Si comparamos así el gasto sanitario público per cápita en términos reales, el diferencial es mucho menor que con los datos iniciales.
No hace falta ser un experto en la cuestión, sin embargo, para considerar el denominador, la renta, como clave de nuestra variable. Está claro que cada país gasta en salud lo que se puede permitir y de ello acaba dependiendo el número de sus beneficiarios potenciales. Como resultado, el coeficiente recursos/ PIB varía tanto por el numerador como por el denominador.
Baja el PIB y sube el ratio (¿conlleva esto un mejor estado de bienestar?). Este tema es comparable a cuando juzgamos el Estado de bienestar en términos de la relación entre el gasto social y el PIB: las cosas van mal, se hunde el PIB, suben el subsidio de paro y otros gastos de protección social, y como resultado se eleva la ratio. ¿A alguien se le puede ocurrir que las familias están con ello mejor?, ¿no debieran preferir más empleo, producción y PIB (denominador) que subsidios públicos?). Si se descontrola el numerador (más recetas, más urgencias, más utilización inadecuada), aumenta el coeficiente (¿acaso mejora así nuestro sistema de salud?). Finalmente, si la elasticidad de la renta es superior a la unidad —cuando España crecía o creía que lo hacía ad infinitum y gastaba más y más en sanidad—¿no debiera provocar ahora una reducción mayor en la proporción del PIB que invertimos en gasto sanitario, por el numerador más que por el denominador?
Por último, conviene definir el ámbito de comparación. Relativizar los valores a la media de los países occidentales no es decir mucho. Aunque predomina la referencia a la OCDE, esta comparación puede ser tramposa. La media de la OCDE está muy influida por el peso de sistemas privados como los de Estados Unidos y, en buena medida, Japón. De modo que no parece lógico querer distanciarse políticamente de estos modelos de base aseguradora privada para luego, a la hora de las comparaciones, «aprovechar» su mayor gasto. Hay que comparar cada sistema con aquellos que se desea emular, que son comparables. El español es de naturaleza pública y, en principio, debemos compararlo con este tipo de sistemas. La tradición que ofrece la Europa social, y de nuevo la mayor homogeneidad y comparabilidad de los datos (Eurostat y OCDE), facilita una referencia europea. Toca aquí, sin embargo, identificar si valoramos la media de la Europa de 10, 15 o 28 países, dado su distinto grado de desarrollo y tiempo de pertenencia a la UE. Por lo demás, la Europa social de los ciudadanos debería aproximarse por la media ponderada de gasto por población, y no por simples medias aritméticas en las que pese igual tanto un país como otro. Asimismo, surge la cuestión de con qué lógica comparamos países como Austria, Francia, Alemania, Bélgica u Holanda, que cuentan con sistemas de aseguramiento social (SAS) y servicios de salud administrados (del tipo SNS), al ser sus características «genéticas» diferentes.
Los sistemas de aseguramiento social son más caros, es cierto, pero mantienen mayores cotas de satisfacción entre sus ciudadanos. Según el Eurobarómetro, un 92 % de la población de los países con un sistema de aseguramiento social valora positivamente la calidad de su respectiva asistencia sanitaria; en los SNS, la media se encuentra en el 82 %. Que haya menos regulación, más barra libre, ausencia de listas de espera, libre elección, etcétera hace, al parecer, que la población esté más satisfecha con el sistema aunque resulte más caro. Los SNS operan como servicios administrados (más racionados, con más tiempo de espera, más condicionantes de acceso, formalidades…) más baratos (mejor coordinación, menos duplicidades, más filtros desde la atención primaria), pero tienen poblaciones menos satisfechas.
Con estas salvedades, habría que insertar el sistema español en la referencia europea, en la tradición de los SNS. Para tener un marco concreto, en el contexto del Reino Unido (y sus variantes nacionales internas), Italia, Finlandia, Noruega, Dinamarca, Suecia… Bajo esta perspectiva, la diferencia de nuestro gasto es máxima si nos comparamos con los sistemas de aseguramiento social: más de dos puntos de PIB tanto en el gasto total como en el público. Pero si lo relacionamos con los sistemas con servicios nacionales de salud, la diferencia es de tan solo de unas pocas décimas. Muy diferente resulta el análisis aplicando dicha aproximación al conjunto de las CC.AA. (véase G López Casasnovas y M Casanovas La malaltia de la sanitat catalana Ed Profit, 2019)
Como dijimos más arriba, cada país gasta en salud lo que puede permitirse según su nivel de renta y riqueza. Una comparativa relevante resultaría de comprobar cuánto gastaban aquellos países (Holanda o Reino Unido, por ejemplo, según el modelo de referencia empleado) cuando tenían la renta de la que hoy dispone España. Y, para incluso ajustar más, habría que tener en cuenta sus características diferenciales externas, al menos la pirámide demográfica y la organización territorial. Hecha la comparación, ahora sí correctamente, España está muy cerca de los niveles de gasto sanitario público que le corresponden.
Otras cuestiones
Para identificar mejor de qué estamos hablando, quizá debamos considerar el gasto neto de la financiación que no procede de los impuestos, pues las tasas y precios públicos (copagos de los usuarios) permiten una racionalidad distinta de la que ofrece el gasto financiado por los contribuyentes a través de impuestos generales.
A la vista de la financiación disponible para los objetivos de salud fijados, se trata con ello de conjugar correctamente las políticas que afectan el alcance de la cobertura: a quien se le asignan los derechos y en razón a qué; con el contenido de la cobertura (catálogo de prestaciones en el binomio curar-cuidar) y, finalmente, con la elegibilidad practicada que se refleja en la utilización y coste de servicios (frecuentación, contenido de la prestación real media en términos diagnósticos y terapéuticos). Estos tres factores determinan el volumen del gasto bajo tutela pública. Es imprescindible que la dinámica de los procesos «moldee» un sistema sanitario de salud solvente, en su capacidad de responder a circunstancias cambiantes, y adaptable a los nuevos retos y necesidades sociales. Mucho más que sostener y consolidar nuestro viejo andamiaje que ha dado ciertamente buenos resultados en el pasado, se trata de disipar dudas en sus capacidades de hacerlo en el futuro.
Las transiciones de los sistemas
La respuesta dada por los sistemas a efectos de contener el gasto sanitario permite distinguir rasgos comunes. En efecto, pese a la distinta naturaleza de los sistemas en cuanto a su punto de partida y herencia histórica, en su evolución pueden observarse medidas similares. Desde sus fundamentos tradicionales, se atisban transiciones que quizás puedan derivarse de una política sanitaria mejor basada en la evidencia.
En el régimen tradicional de muchos de aquellos sistemas encontramos la prevalencia de un sistema de financiación más retrospectivo que prospectivo, materializado en los regímenes de financiación de reembolso como en los sistemas regulados de seguro privado (SR), pago de inputs (proveedores) en los servicios nacionales de salud (SPB) y sobre la base de los outputs (beneficiarios) en los sistemas de aseguramiento social (SPV). Todos ellos estarían transitando hoy hacia un pago mayormente focalizado en resultados: de pacientes (en SR), poblacionales (en SPB) y de afiliaciones cubiertas (en SPV).
La regulación, los procedimientos y los procesos asistenciales dejarían de centrarse en la calidad de estándares (profesionales, de manufactura, de seguridad, eficacia clínica) para orientarse a la efectividad clínica contrastada de tratamientos comparables. Así se podría relativizar su mejor valor respecto al coste, si bien con distinto grado de formalización en los SR y SPV, o sobre la base del ratio coste-efectividad en sentido estricto en los SPB, asignando a este un valor social monetario de un modo más o menos explícito. En cuanto al precio de los suministros, se pasaría en general de computar el volumen de los servicios comprados a tener en cuenta los precios relativos según el beneficio sanitario por unidad de input. La evolución de los sistemas difiere aquí en el alcance que se da a este ratio: solo inputs (SR), solo outputs (SPV) o a la luz de los resultados (SPB).
Sin embargo, los canales de información tradicionales no permiten medir con precisión los impactos en salud y, por tanto, tampoco comparar o gestionar fácilmente de acuerdo con la métrica de la performance relativa. Hoy, los sistemas buscan información sobre el funcionamiento integrado y la asistencia coordinada, en colaboración, planificada y presupuestada de acuerdo con las necesidades de la población y del acceso a la cobertura universal de los servicios esenciales.
La genética del sistema sanitario español
La naturaleza y evolución del sistema de salud en España se ha caracterizado, entre otros rasgos, por la vocación universalista expansiva de la asistencia sanitaria, reconocida en la Ley General de Sanidad de 1986, aunque de hecho ya existía desde mucho antes. Con la crisis económica, esta base ha sido marginalmente cuestionada. No obstante, para una mejor valoración de los cambios que está sufriendo el sistema sanitario en España, conviene huir de detalles coyunturales. El mundo real es más complejo y cabe debatir cómo implementar la universalidad cuando, como en el caso español, la distribución de las necesidades relativas y los consumos es desigual, al tiempo que la utilización efectiva puede no ser equitativa, ya que el acceso de los más educados y clases influyentes es mayor.
La tendencia general hacia el universalismo ha sufrido recientemente algunos cambios a raíz de las políticas que los distintos países han desarrollado, en mayor o menor medida, como respuesta a la crisis económica. En los últimos años, sobre todo en Europa, las políticas de salud han introducido recortes en los presupuestos, limitaciones en la cartera de servicios y una cobertura poblacional más estricta, así como medidas orientadas a reducir los precios de la atención sanitaria (menores salarios, regulación farmacéutica, centralización organizativa).
A partir de lo alcanzado, falta ver la orientación de las decisiones en cuanto al futuro del aseguramiento (¿se quiere cobertura universal basada en la ciudadanía o en el estatus asegurado-beneficiario?), la cartera de prestaciones (¿se desplegará definitivamente la cuarta valla para el coste-efectividad de las prestaciones?), la priorización de políticas (¿se materializará de forma real y generalizada para todos los procedimientos?) y de las cuestiones de justicia en la asignación de los recursos (¿tendremos en cuenta ponderaciones explícitas en las preferencias de la elección social en cuanto a la disyuntiva eficiencia-equidad?).
LA REALIDAD DE LOS SISTEMAS ANTE EL CORONAVIRUS
Ciertamente el desastre de la respuesta a la pandemia del sistema estadounidense ha puesto en valor a nuestros sistemas públicos. Sin embargo, en la comparativa entre Servicios Nacionales de Salud (España, Italia, Reino Unido) y Sistemas de Aseguramiento Sanitario Social (Alemania, Austria, Países Bajos, Francia) los primeros, a la vista de los hechos (gráficos Anexo), no se han ratificado como superiores en contra de lo que se podría esperar dadas sus mayores capacidades administrativas y de comando único. Su test de estrés se ha salvado en el límite, en países como España y Gran Bretaña, por la respuesta de sus profesionales.
Como servicios públicos administrados que son, nuestros SNS han estado muy politizados desde el primer momento. En ello parece haber sido excepción el National Health Service que desde la autonomía de sus gestores hicieron caso omiso de las bravuconadas de su primer ministro -que emulando inicialmente al presidente Trump se hizo merecedor de la frase de Shakespeare en El rey Lear («Es una calamidad de estos tiempos que los dementes guíen a los ciegos»)-, y armaron preventivamente sus estocs y recursos asistenciales por su cuenta. En España e Italia la alarma se ha filtrado a conveniencia de los gobiernos en curso, a la vista primero del reconocimiento del problema (la valoración ideológica ha primado) y de la tardanza en las respuestas (las correcciones son más caras de aceptar). Sus gestores son políticos que se han hecho acompañar en su ignorancia y falta de credibilidad competencial (muy explotada por la oposición) por un conjunto de expertos que hasta que se agravó el estado de cosas resultaban muy débiles por proximidad política de quienes les nombraron y en algún caso, sin fuerza académica suficiente para conducir o reconducir las actuaciones. Algún debate entre clínicos y epidemiólogos, con ciertas dosis corporativas competenciales, ha emergido puntualmente complicando los mensajes. Cuando la respuesta que se tenía que dar ya fue evidente, el funcionamiento de nuestros SNS, con descentralización territorial más que funcional entre áreas asistenciales, se estresó al límite, forzó una coordinación muy compleja, resuelta en su acepción vertical, jerárquica (de ‘yo digo y tú haces’) contradictoria con las distintas lecturas políticas de cada gobierno autónomo. Aún así, montar una respuesta administrativa coherente entre ministerios (salud, ejército, orden público, economía) comportó al principio dosis de improvisación; no sólo en determinar las acciones, sino incluso a la hora de cuantificar los resultados (mortalidad desde áreas sociosanitarias y hospitalarias). Finalmente, las acciones impuestas han chocado con las disposiciones presupuestarias que han impedido compras conjuntas significativas y ágiles al no entender éstas de trámites burocráticos. Por lo demás, hospitales y residencias asistidas, como servicios administrados funcionan como centros presupuestarios con ajustes al día en personal, escasos reservorios –que se han tenido que proveer forzando al máximo las costuras con médicos jubilados, sin graduaciones completadas y una carencia enorme de enfermeros y de trabajadores asistenciales para nuestros mayores. Sin tesorería propia ni fondos de contingencia y sin responsabilización funcional completa, más allá de identificar pacientes tratados en la medida que aparecían en dispositivos asistenciales improvisados, se perdía la idea de afiliación y aseguramiento integral de contingencias (complicaciones y comorbilidades asociadas). Ello debería de suponer para el futuro un aprendizaje general respecto de experiencias organizativas y de gobernanza más exitosas. Aunque lo probable sea que salvada la situación y hechos los reconocimientos, se vuelva al estado de cosas inicial.
La comparativa de las realidades de nuestro sistema en la respuesta al virus respecto de los sistemas de seguridad social no permite una criba fácil. Primero, los datos tienen problemas de comparabilidad: registro de defunciones específicas por el virus, claridad en identificar diagnósticos –tanto iniciales –en pruebas practicadas- como finales, o a la vista de las características de la población expuesta). Tampoco sirven para juzgar la calidad de los resultados indicadores tales como los recursos financieros puestos a disposición, el acceso a los servicios o le grado de restricciones impuestas a la libertad individual con los desconfinamientos. Por lo demás, valorar el tiempo tardado en doblegar la curva requiere asegurarse de que no emerge con posterioridad una segunda ola. En cualquier caso Alemania hoy muestra como su tradicional exceso de capacidad (número de camas, de críticos incluidas) que se valoraría como ineficiente en condiciones normales, se ha mostrado como reserva de externalidad de ‘opción’ positiva. La capacidad tecnológica en producción y análisis de laboratorio ha sido decisiva para la rapidez del abordaje poblacional, si bien al coste de cerrar exportaciones a otros países en mayor dificultad. La organización territorial, con competencias de salud pública asignadas a los Länder les ha dado flexibilidad, sin declaraciones de estados de alarma ni militares a cargo. El funcionamiento mutual ha evitado el temor a las correcciones de prueba error, a ‘aprender haciendo’ y a emular las mejores prácticas desde unidades hospitalarias locales. La coordinación horizontal, de entrada, se ha ofrecido en beneficio mutuo y no impuesta; también para centros de investigación muy vinculados al mundo asistencial.
Al contrario, la centralización hace que, en incertidumbre –esto es, ante posibilidades de errores- éstos se magnifiquen, desde estrategias que tienen difícil marcha atrás por sus lecturas políticas, que admiten escasas matizaciones, ni pueden evaluar por comparación en ausencia de diferencias. Y los errores potenciales, normales, con la centralización se producen en cascada. Finalmente, la conscripción de libertades es demasiado tentadora para quienes se juegan en ella la última carta para el éxito de sus estrategias.
Coincide por lo demás que la cultura del distanciamiento social mapea bastante bien los territorios en los que más probables son los SAS (el Reino Unido es excepción). En los SAS la responsabilidad individual está más incardinada en el día a día. Los nórdicos renunciaron a ella en el pasado en favor de la efectividad de sus dispositivos locales de proximidad. La multiplicidad de fuentes de financiación en un momento dado ha permitido a los SAS el oxígeno que les ha faltado a los SNS tras los escenarios de consolidación fiscal; así a la hora de compaginar copagos, primas complementarias adicionales a los recursos fiscales. Subvenciones locales, primas comunitarias mandatorias y cotizaciones, en su acepción de impuestos afectados resultan de mejor aceptación para la población que los impuestos generales procedentes del principio de caja única, a efectos de considerar que la contribución la haga otro y no uno mismo, o de que se priorice una forma de gasto desinteresándose del resto de partidas.
Conclusión
Resulta controvertido el juzgar la bondad de nuestros sistemas de salud, puestos hoy a prueba con el stress test del coronavirus 19. Algunos culpabilizan que los recortes presupuestarios son los responsables de que España gaste poco en sanidad. Esto es erróneo; los recortes son coyunturales y responden a procesos normales de consolidación fiscal. El problema es estructural de baja financiación del sistema sanitario, desde la interpretación política de qué parte de la recaudación tributaria se ha de dedicar a cada una de las parcelas del gasto social, o en su falta, el compromiso a articular medidas complementarias de financiación. Como consecuencia de todo ello se ha instalado en el sector cierta resistencia contra de la contención del gasto sanitario público. El modo en el que los profesionales sanitarios han respondido a la pandemia avalaría dicha posición. Otros piensan que más allá de los recursos disponibles, la razón fundamental de nuestros déficits es la gobernanza con la que las instituciones sanitarias desarrollan su actividad: es la rigidez y no la falta de musculatura lo que dificulta adaptaciones flexibles a las diferentes coyunturas. Dicha percepción pone el foco en la diferente genética de los sistemas públicos, ya organizados como servicios nacionales de salud o como sistemas de aseguramiento social sanitario. Por otra parte, las cifras de gasto como indicadores de buen o mal funcionamiento ofrecen a menudo falsas pistas que no permiten resolver por esta vía las bondades relativas a través de simples indicadores cuantitativos.
Bibliografía
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- López-Casasnovas G, Laia Maynou y Marc Saez (2015) Another Look at the Comparisons of the Health Systems
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- Luca Lorenzoni, Francette Koechlin (2017) International Comparisons of Health Prices and Volumes: New Findings OECD May
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- Wendt C (2019) Social Health Insurance in Europe: Basic Concepts and New Principles Journal of Health Politics, Policy and Law, Vol. 44, No. 4, August
Guillem López Casasnovas
Catedrático de Economía de la Universitat Pompeu Fabra (UPF) Centro de Investigación en Economía y Salud (CRES-UPF)