No voy a caer en la tentación de escribir sobre cifras y datos de la pandemia o de sus consecuencias como la vacunación, bastante información hay al respecto como para insistir en ello. Lo que me pide el cuerpo es escribir acerca de las sensaciones de la calle, de los ciudadanos en general, de los amigos, vecinos, familiares y compañeros, de esas voces que no salen en los medios de comunicación, pero que sin embargo son, o mejor dicho, somos, quienes estamos viviendo en primera persona todo este desasosiego llamado pandemia con un apellido, COVID-19 producida por el virus SARS-CoV-2.
Ha transcurrido más de un año desde la declaración del primer Estado de Alarma mediante el Real Decreto 463/2020, de 14 de marzo del año pasado y en todo este tiempo hemos pasado por vivencias y situaciones que me gustaría refrescar en estas breves líneas para que no caigan en el olvido y puedan servir el día de mañana como refuerzo de nuestra memoria colectiva.
Recuerdo la incredulidad de esa notificación en todos los medios de comunicación y redes sociales, vienen a mi memoria los discursos y pronunciamientos interminables del presidente del gobierno llamando a la calma y al hecho de que juntos seríamos capaces de frenar y derrotar al virus. Entre tanto, las cifras de contagiados, ingresados en hospital y unidades de cuidados intensivos crecían y crecían, eran tremendas, vivimos cada día con la imagen de una necesidad, la de doblegar una curva que parecía que nunca iba a tener un final.
Salimos a los balcones a aplaudir a nuestros profesionales sanitarios, a sentirnos y ser solidarios, los declaramos héroes, trabajaban sin medios suficientes, arriesgando sus vidas, y cantamos el “Resistiré” como una canción cargada de sentido y emoción para arredrarnos e impulsarnos a luchar y pelear por la vida, por la derrota de un mal invisible cargado de espinas en su perfil tridimensional, una imagen, la del virus, desde luego poco halagüeña, más bien siniestra como lo están siendo sus lamentables consecuencias. Aprendimos a valorar profesiones y profesionales que lo han dado y continúan dándolo todo en situaciones muy duras, muy complejas de resolver, como esta.
Recuerdo que aprendimos a convivir con las medidas de prevención, la mascarilla (un bien escaso al comienzo de la pandemia), los geles hidroalcohólicos, el confinamiento en casa salvo para cuestiones clave y situaciones de primera necesidad que no viene al caso pormenorizar, el lavado constante de manos, la aireación de las estancias, incluso el lavado de alimentos y compras realizadas en el supermercado. Se implantó el teletrabajo, las videollamadas y las reuniones a través del plasma; la tecnología digital en definitiva ha sido, es y será, con más fortaleza si cabe, un potente aliado que determina ya nuestro presente y sin lugar a duda nuestro futuro.
En mi retina permanecerán durante mucho tiempo las colas en la puerta de los establecimientos abiertos, guardando la distancia entre unos y otros, las miradas de desconfianza y temor, y cómo no, los horarios para poder salir a pasear segmentados por tramos de edad, todo ello con establecimientos, bares, tiendas y demás centros de reunión cerrados a cal y canto. Qué sensación de soledad y tristeza. España se sumió en un crudo invierno de emociones y sentimientos.
Tres meses, de mediados de marzo a mediados de junio más o menos no pudiendo salir ni siquiera a hacer un poco de ejercicio, cerca de 90 días en los que nuestra libertad fue cercenada sin contemplaciones y en los que el acúmulo de horas en un espacio cerrado hizo mella y motivó tantas situaciones calladas de estrés emocional y afectivo que no encontraron hueco en los titulares ni en los medios de comunicación. Recuerdo la imagen en televisión de una mujer mayor con su mirada lánguida atravesando el cristal de una ventana de una residencia tratando de ver lo que en aquel momento era imposible, la llegada de alguno de sus seres queridos a visitarla, a compartir un momento de ternura y consuelo, qué pena tan grande, qué conmoción anímica me produjo aquello.
A todo esto, aparte de la situación tensa, muy tensa sanitaria, discurría la sombra de una crisis económica galopante con la consiguiente ruina y empobrecimiento de familias que hasta entonces lo habían dado todo para poder salir adelante con mucho esfuerzo y sacrificio, empeñando recursos, tiempo, ilusión y trabajo, mucho trabajo, demasiados sueños rotos por un ente invisible a simple vista y por una deficiente gestión de su llegada, impacto y consecuencias.
Estas semana y meses interminables fueron pasando con mucha pena y fatiga, en los medios de comunicación no se hablaba de otra cosa que del “bicho”, como denominaron algunos acertadamente por su mala sangre y peores modales al SARS-CoV-2. Parecía como si el resto de enfermedades y calamidades se hubieran detenido de repente y de golpe y porrazo todo fuera ya pandemia y COVID-19. Un hecho que sin duda sabemos que no es cierto, el cáncer, los problemas cardiovasculares, las enfermedades neurodegenerativas, los procesos respiratorios y digestivos, las afecciones del aparato locomotor, endocrinas y de la sangre continuaban campando por sus respetos con la diferencia de que toda actividad sanitaria quedó desprogramada en aras a tratar de controlar el frenesí de la pandemia. Cuántas muertes por todas las causas pudimos anotar en ese tiempo, cuántas personas con COVID-19 y sin él se marcharon dejando un profundo vacío y dolor en familias y hogares en los que ni tan siquiera se permitió un acompañamiento ni en el momento previo a la muerte ni tras ella. Cuánta rabia contenida y cuántas palabras y afectos por decir y por manifestar sin su expresión y sin su evocación libre.
Dejar un legado de sostenibilidad a las generaciones futuras es fundamental y en ese sentido hemos de procurar mejorar entre todos este galimatías sanitario, económico, social y político en el que nos encontramos inmersos
A todo esto, un panorama asomaba a nuestras conciencias, las colas del hambre, el incremento de personas que habiéndolo perdido todo, hasta la esperanza, se veían abocadas a acudir a pedir ayuda a los centros en los que se les prestaba atención, alimento y también si era necesario cobijo. Es curioso, pero estas colas no se producían en la sede de los partidos políticos que parece que nos dan tanto y cuanto, sino que se generaban en centros bajo la tutela de la sociedad civil, que es quien a la postre ha venido dando cobertura a estas situaciones de carencia, especialmente a los casos más extremos, no hablo en particular y solo de los centros religiosos o vinculados a ellos de alguna forma, aunque en su gran mayoría lo eran, hablo de todos, que fueron y son muchos y diversos.
Las noticias nos hablaban de que con la llegada del buen tiempo, del verano, todo cambiaría, que la situación se aliviaría como así fue, esto, junto al anuncio del final del Estado de alarma el 21 de junio del 2020, tras haber sido prorrogado en seis ocasiones por decisión del Pleno del Congreso de los Diputados, en las sesiones celebradas el 25 de marzo, 9 de abril, 22 de abril, 6 de mayo, 20 de mayo y 3 de junio de 2020, y la llegada del verano, trajeron consigo una brisa, o mejor dicho, como dicen en mi tierra, una ventolera de ilusión y esperanza, al fin pudimos al menos movernos un poco, esta libertad condicional terminó como termina todo, haciendo realidad nuestras sospechas de que tarde o temprano las cosas iban a volver a ponerse feas, como así fue, de nuevo la curva de contagios, ingresos en hospital y unidades de cuidados intensivos y los fallecimientos repuntaron desgraciadamente y el 25 de octubre se declaró de nuevo el Estado de alarma en nuestro país, prorrogado el 9 de noviembre por seis meses y en ello estamos ahora hasta al menos el próximo 9 de mayo, y veremos.
En este periodo, además de revivir algunas situaciones con escaladas y desescaladas continuas, con medidas diferentes según el territorio en el que se vive y tiene fijada cada cual su residencia, con una sensación de desconcierto, incertidumbre y tensión, hemos podido observar cómo las lecciones que deberíamos haber aprendido ya no solo en los inicios de esta pandemia, sino incluso en el transcurso del decalaje de algo más de 100 años con la mal denominada gripe española, pero no ha sido tal, hemos vuelto a caer y seguimos tropezando en los mismos errores una y otra y otra vez.
Buena prueba de ello han sido los rebrotes tras algunos puentes o pasadas las festividades de Navidad que trajeron consigo de nuevo el temor a repetir escenas como las ya vividas en las que el colapso del sistema estuvo a flor de piel, recordemos por ejemplo los triajes en la época epicrítica en la que en un momento dado llegó a no haber respiradores para todos.
Y lo apostamos todo a una carta, la de la llegada de las vacunas una vez que el proceso de descubrimiento de un fármaco específico está llevando más tiempo. La industria farmacéutica, biotecnológica y tecnológica han estado trabajando contrarreloj, los investigadores se siguen dejando la piel en el intento y por fin el 12 de enero comenzaron a llegar las primeras vacunas, todavía recuerdo la imagen del palier con las primeras cajas de vacunas rodeadas de carteles con el logo del Gobierno de España.
Por fin, la esperanza se hacía realidad, finalmente parecía verse la luz al final del túnel, pero como en tantas ocasiones las palabras y las promesas superaron a las mejores proyecciones y expectativas, la realidad es que a día de hoy 23 de marzo, fecha en la que redacto estos párrafos, el número de vacunados con las dos dosis supera los dos millones de españoles, lo que significa un porcentaje que ronda el 5% (casi el 9% si consideramos la administración de una sola dosis), desde luego muy lejos de la cifra del 70% en la que parece haberse establecido por los expertos la posibilidad de adquirir una inmunidad de rebaño.
Entre todas y con esas, la polémica con una de las vacunas no cesa, cuando no se anuncian demoras en el suministro, se levanta la polvareda de posibles efectos secundarios, se habla de remesas fuera de control, de pérdidas de miles de dosis sin saber a ciencia cierta dónde se encuentran, se especula también acerca de la eficacia comparativa de unas y otras, se establecen debates sobre la conveniencia de adquirir vacunas a países como Rusia o China. En definitiva, se aviva un debate que en nada beneficia a la confianza y credibilidad que necesita la población con este remedio tan importante.
Un efecto colateral de la llegada de las vacunas a nuestro país ha sido la cuestión sobre quién puede, quién está capacitado para vacunar y dónde han de administrarse las vacunas, y así hemos podido ver imágenes de países desarrollados en los que la vacunación se realiza de forma masiva sin tanta diatriba, pero eso sí, con la reflexión consiguiente de por qué esos países llevan porcentajes tan elevados de vacunados y nosotros y los países de la UE alcanzamos cifras comparativas tan bajas.
En este punto es bueno recordar que a fecha de 23 de marzo mientras que España ha administrado una dosis al 8,8 por ciento de su población, Israel lo ha hecho al 60%, Reino Unido la ha administrado al 40% de sus habitantes, Emiratos Árabes Unidos al 35%, Chile al 30% y Baréin y Estados Unidos al 24%. Esto quiere decir obviamente que la disponibilidad de vacunas es asimétrica, que la gestión de compra de vacunas en la Unión Europea no es lo eficiente que es en otros países y que desde luego la administración es más ágil y no presenta tanto debate a veces de tintes epistemológicos.
Y a todas estas, con la llegada de la Semana Santa vemos como nuestras calles y plazas se llenan de turistas provenientes de diferentes países, mientras que nosotros no podemos salir del contorno perimetral de nuestra comunidad autónoma, un nuevo motivo sobre el que poner el acento de nuestra contrariedad y por qué no frustración.
Al final y por no extenderme, la consecuencia de todo este cúmulo de vivencias es que la fatiga pandémica está haciendo cada vez una mayor mella y está teniendo un mayor impacto en nuestra sociedad. El hartazgo es incremental porque no se vislumbra el futuro con la ilusión y la esperanza que precisamos, y ante este decaimiento progresivo aderezado por la crispación política que presenciamos a diario y las perspectivas poco halagüeñas de nuestra economía y del empleo, tan solo nos queda esperar que los peores vaticinios de los analistas propios y foráneos no se cumplan, y que entre todos podamos remontar esta situación y salir de este callejón en el que nos vemos inmersos por tantos errores e incongruencias cometidas en la gestión de esta pandemia.
Dejar un legado de sostenibilidad a las generaciones futuras es fundamental y en ese sentido hemos de procurar mejorar entre todos este galimatías sanitario, económico, social y político en el que nos encontramos inmersos. Si esperamos que otros nos saquen de este infierno estamos apañados, nos tendremos que sacar nosotros mismos las castañas del fuego y no apostar todo y exclusivamente a la carta de unos fondos de recuperación que llegarán cuando lleguen y en las condiciones que lleguen, y se repartirán como se repartan, estaremos atentos a los criterios de adjudicación y a las propias asignaciones en sí.
Importantes estas ayudas, sí, mucho, claves probablemente, pero creo que tan relevante o más es, que como sociedad reaccionemos como siempre lo hemos sabido hacer y nos sobrepongamos a esta catástrofe con el esfuerzo propio, y lo que pueda venir en forma de ayudas exteriores o subvenciones bienvenido y muy bien recibido será.