La garantía de respuesta asistencial en la práctica supone que el ciudadano que, en su espera para una intervención quirúrgica, una consulta, o una prueba diagnóstica supere el tiempo máximo establecido por la Administración Pública competente, podrá solicitar ser atendido en un centro privado sin que ello le suponga coste alguno para el mismo.
Es un derecho poco conocido, cuyo ejercicio no va en contra del sistema, sino todo lo contrario. Es más, su potenciación cobra mayor interés en este difícil momento de “atasco de respuesta asistencial post pandemia”. Su aplicación quita presión al sistema público, utiliza todos los recursos existentes, ejerciendo una descomprensión del sistema a favor de fluir pacientes en el sistema sanitario. A modo de efecto “descomprensión de la olla a presión rebosante”, simil que todo el mundo conoce.
Los tiempos máximos de respuesta son un compromiso, así como un indicador de la respuesta de los servicios sanitarios
Que la lista de espera para recibir a la atención sanitaria pública es una cuestión estructural es un hecho asumido, y tal vez inevitable en el mismo. También es cierto que cuando los tiempos de espera no afectan al discurrir del proceso asistencial del paciente, aunque la espera sea larga, es un “mal asumible”. Y esa, en términos generales era la situación prepandemia que, salvo en casos que se podían escapar, la priorización funcionaba razonablemente bien.
Aún así, los legisladores, ya desde el año 1986, han venido previniendo esta situación, y ya en Ley General de Sanidad del año 1986, en su artículo 3.2. apunta que “el acceso y las prestaciones sanitarias se realizará en condiciones de igualdad efectiva”. Y ya en el año 2003, la Ley 16 de Cohesión y Calidad, explicita que los ciudadanos tienen derecho a recibir asistencia sanitaria en su Comunidad Autónoma de residencia en un tiempo máximo, según los criterios marco establecidos en el Consejo Interterritorial (Real Decreto 1039/2011), “siendo la responsabilidad de las comunidades autónomas definir los tiempos máximos de acceso a su cartera de servicios”.
Es en esta circunstancia donde empieza todo el desbarajuste. Cada Comunidad Autónoma ha venido estableciendo los tiempos que han estimado oportuno, o no lo han hecho. O lo han hecho para intervenciones quirúrgicas, consultas o pruebas diagnósticas en genera. Otras han optado por abordar la garantía de respuesta en función de procesos concretos. Y con seguridad se han venido aplicando en todos los casos los criterios de gravedad, eficacia y oportunidad de la intervención enunciados en el Real Decreto 1039/2011.
El resultado ha sido un lío descomunal que hace tremendamente complejo y laborioso saber cuántos pacientes están en condiciones de ejercer este derecho a nivel nacional.
Los tiempos máximos de respuesta son un compromiso, así como un indicador de la respuesta de los servicios sanitarios, y son un reflejo de su capacidad de respuesta asistencial en el tiempo adecuado. Y debería ser un compromiso de aplicación homogénea en todo el territorio nacional, pues de lo contrario se producen desigualdades entre ciudadanos, pues hay riesgos de inequidades siendo el máximo tiempo garantizado la mitad que en el de al lado (90 días para cirugía frente a 180 días, por poner un ejemplo, “sin señalar a nadie”). Quizás el error sea haber dejado que cada territorio establezca sus tiempos máximos, y no establecerlos a nivel nacional, como sí se hizo en el caso de la cirugía cardiaca, valvular y coronaria; las cataratas, las prótesis de cadera y de rodilla. Eso sí, regulando en cada territorio cuando y como debe aplicarse, como ya se ha hecho en muchas de las comunidades autónomas. No hacerlo podría llevar al ciudadano a una indefensión ante la Administración Pública o, al menos, a una imposibilidad de ejercer un derecho reconocido por Ley.