La sociedad española, orgullosa de su sistema sanitario, se ha visto sumida en una crisis de proporciones hasta hace poco inimaginables.
20.000 muertos, decenas de miles infectados y miles de médicos, enfermeros y otros muchos trabajadores, empleados públicos y voluntarios contagiados son muestra inequívoca de la magnitud y crueldad de la pandemia en España.
Las UCIs atestadas, los hospitales al borde del colapso, los improvisados hospitales de campaña y la entrega generosa de los sanitarios van a permanecer durante mucho tiempo en nuestra retina.
A pesar de la falta de un plan de contingencia ante el riesgo anunciado por la OMS y de la deficiente coordinación, es seguro que el COVID-19 acabará siendo vencido. Lo que nadie se atreve a predecir es cuándo sucederá eso.
Nadie sabe si el virus es estacional o no; nadie está en condiciones de asegurar la eficacia ni la seguridad de ciertos medicamentos autorizados para otras indicaciones; nadie tiene idea sobre cuándo habrá vacuna.
Tampoco se sabe a ciencia cierta si hay o no garantías de inmunización colectiva, ni disponemos de datos sólidos sobre cuál será la prevalencia real de esta pandemia.
En estas condiciones es muy difícil afirmar cuándo llegará el momento de que vuelva a nuestras vidas la rutina laboral, económica y social. Estamos, pues ante un escenario lleno de incertidumbre.
El derecho a la protección de la salud, a la vida y a la integridad física y moral están protegidos por nuestra Constitución. Son derechos que no deben ser ignorados ni tampoco suspendidos
Pese a todo, es seguro que va a proseguir el esfuerzo de todos para combatir y tratar de doblegar al COVID-19. Pero también es cierto que, con ocasión de la crisis de COVID-19, las estructuras y el funcionamiento de nuestra Sanidad van a quedar muy resentidos.
El riesgo de pérdida de calidad o el recorte asistencial son sombras que se proyectan e inquietan a ciudadanos con cáncer, con cardiopatías, con diabetes y otras patologías crónicas, con enfermedades raras, con fracturas, etcéteraétera.
Son millones de pacientes los que, desde que se inició la pandemia, han visto, en no pocos casos, que sus padecimientos han tenido que quedar “aparcados”.
Si en la agenda política está la famosa “desescalada” para poner fin al confinamiento y recuperar las actividades económicas y laborales, parecería lógico que los responsables públicos acordasen, cuanto antes, un Plan nacional para la normalización asistencial.
Dicho Plan, dotado presupuestariamente, habría de ser el fruto de criterios pactados con todas las comunidades autónomas, garantizaría el acceso a las prestaciones y servicios y tendría muy presentes las necesidades de los centros de salud y las residencias de mayores.
De no existir un Plan, el Sistema Nacional de Salud acabaría quedando expuesto a improvisaciones cortoplacistas, poniéndose en grave riesgo la salud de un amplio número de ciudadanos. No sería de recibo, en términos legales y éticos, resignarse y aceptar, como algo inevitable las listas de espera “sine die”, la paralización de pruebas diagnósticas o la falta de personal sanitario.
Los ciudadanos quieren que, cuanto antes, se ponga fin a la pandemia, que ha puesto de luto a España, pero también reclaman que una persona con leucemia, con cáncer, con un ictus, con una fractura de cadera o con grave riesgo de ceguera sea debidamente atendida.
El derecho a la protección de la salud, a la vida y a la integridad física y moral están protegidos por nuestra Constitución. Son derechos que no deben ser ignorados ni tampoco suspendidos.