La temática, no siempre bien entendida, de la aplicación de la Medicina al final de la vida y sus figuras próximas: eutanasia y suicidio asistido, principalmente, han condicionado una controversia en estamentos profesionales y sociales sobre las condiciones y límites de atención a los pacientes en su etapa vital final.
Lo que para unos debe propiciar la ley, para otros conviene proscribirlo. Autonomía y dignidad de las personas admiten interpretaciones distintas, cuando no encontradas. En este complejo escenario se encuentran dos grupos de actores con intereses y objetivos a veces divergentes: los pacientes y los profesionales sanitarios. Es difícil imaginar una temática más relevante y compleja de abordar.
La Medicina y el Derecho ante el final de la vida es uno de los grupos de asuntos más complejos que tiene el Derecho Sanitario: aquel que se sitúa en el principio o el fin de la vida. Aborto o eutanasia son temas espinosos y difíciles de abordar en el Derecho Sanitario. Hablamos de los límites constitucionales de la intervención del Estado en la vida de las personas. Nada menos que eso.
Aborto y eutanasia se producen, normal (y deseablemente) en medios medicalizados y hay que fijar las condiciones en las que los pacientes dispongan de seguridad, clínica y jurídica y los profesionales sanitarios, a su vez, no puedan ser imputados, esto es eliminar, en determinados supuestos, la antijuridicidad de sus conductas para estos últimos.
Así sucede cuando despenalizamos el aborto o la eutanasia en el marco legal condicional de cada una de estas figuras, la Ley Orgánica 2/2010, de 3 de marzo, de salud sexual y reproductiva y de la interrupción voluntaria del embarazo, se corresponde con el primer caso, y la reciente Proposición de Ley Orgánica de Regulación de la Eutanasia registrada en el Congreso de los Diputados recientemente por el Grupo Parlamentario Socialista que estamos examinando, atañe al segundo.
El artículo 15 de nuestra Constitución dice “todos tienen derecho a la vida”. La cuestión está en decidir cuál es el sentido de esta frase. ¿Quiere expresarse en este precepto que la vida es intangible y que, por lo tanto, hay que preservarla a ultranza o quiere decir que todos tienen derecho a elegir cómo quieren vivir y terminar su vida? Esta cuestión, nada baladí, es trascendental para poder definir una posición en un debate sobre la muerte sin sufrimientos.
El concepto «muerte» parece unívoco, desde un punto de vista ontológico, pero, sin embargo, admite diferentes apreciaciones en los campos ético y jurídico si lo dirigimos hacia la propia vida o hacia la de terceros. La omisión de cuidados vitales, por ejemplo, cobra diferente significado en estas dos diferentes posiciones. El término «matar» o «morir», según lo expresado, puede alcanzar distinto contenido desde un punto de vista jurídico o desde otro moral.
Debemos tomar como partida el principio general de que un derecho termina donde empieza el otro y por ello no precisa uno, necesariamente, la eliminación del otro para subsistir. El paciente ejerce su legítimo derecho a no sufrir e incluso a obtener la privación de su vida, bajo las condiciones y circunstancias legales, pero no puede obligar a un profesional objetor, con la convicción del deber hipocrático del médico de conservar la vida, a secundar, incondicionadamente, ese proyecto.
A su vez, el profesional que ejerce su, también legítimo, derecho de objeción de conciencia, no puede utilizarlo para impedir u obstaculizar el derecho antes mencionado del paciente. Este último ejerce el derecho de disposición de su vida junto con otros derechos y bienes, igualmente protegidos constitucionalmente, como son la integridad física y moral de la persona (art. 15 CE), la dignidad humana (art. 10 CE), el valor superior de la libertad (art. 1.1 CE), la libertad ideológica y de conciencia (art. 16 CE) o el derecho a la intimidad (art. 18.1 CE).
El debate sobre eutanasia ha obligado a todos los partidos a posicionarse a favor y en contra del objeto de la nueva norma.
El programa electoral del Partido Popular aboga por impulsar la utilización de las instrucciones previas como fórmula de manifestación de la voluntad de los pacientes ante una situación terminal, comprometiéndose a extender los cuidados paliativos en el Sistema Nacional de Salud, garantizando la equidad en el acceso, la atención paliativa domiciliaria y los servicios de cuidados paliativos pediátricos.
El PSOE intenta aprobar una ley para regular la eutanasia, “defendiendo el derecho a elegir con libertad hasta el último minuto de nuestra vida, y el derecho a recibir la mejor atención médica en su tramo más difícil”. Ciudadanos, por su parte, promete “una ley de la eutanasia garantista y con consenso», con «otros partidos».
La situación social y sanitaria es preocupante. En España, cada año, 225.000 pacientes y sus familias precisan de atención paliativa, estimándose que, de estos, 50.000 necesitando cuidados paliativos avanzados no los reciben, muriendo, en consecuencia, con sufrimiento evitable. El impacto de la futura medida legislativa podría afectar anualmente a un millón de personas, entre pacientes y familiares directos.
La realidad normativa actual en España, sin embargo, es que no existe una Ley Básica específica sobre el final de la vida. La regulación del proceso final de la vida de un paciente en España, está resumida, hoy, en dos vertientes: por una parte, en la tipificación como delito de la eutanasia y el suicidio asistido, fijado en la Ley Orgánica 10/1995, de 23 de noviembre, del Código Penal; y por otra, en la Ley 41/2002, de 14 de noviembre, que regula la autonomía del paciente y sus derechos.
Lo que sí está regulado, en una Ley Básica y en todas las comunidades desde hace años, es la posibilidad de realizar las denominadas instrucciones previas o voluntades anticipadas, por parte del paciente, y el uso de la sedación terminal, por parte de los profesionales de la Medicina.
La Asociación Médica Mundial declara el deber hipocrático del médico de conservar la vida y proscribe, por tanto, cualquier acción conducente a acabar con ella. El pronunciamiento oficial sobre la eutanasia de la Asociación Médica Mundial establece de forma inequívoca que “la eutanasia, que es el acto de terminar deliberadamente la vida de un paciente, incluso a petición del paciente o a petición de parientes cercanos, no es ética”, así como “el suicidio asistido por un médico, como la eutanasia, no es ético y debe ser condenado por la profesión médica. Cuando la asistencia del médico se dirige deliberadamente a permitir que un individuo termine su propia vida, el médico actúa sin ética”.
Todas las personas, declara la Asociación Médica Mundial, tienen derecho a una atención médica de calidad, científica y humana. Por tanto, recibir una adecuada atención médica al final de la vida no debe considerarse un privilegio, sino un auténtico derecho, independiente de la edad o de cualquier otro factor asociado.
La Asociación Médica Mundial contempla, para el alivio del dolor y de otros síntomas aflictivos, el uso adecuado de nuevos analgésicos, entre otras medidas, que consiguen suprimir o aliviar el dolor y otros síntomas aflictivos en la mayoría de los casos. La autoridad sanitaria apropiada debe facilitar a los médicos y pacientes el acceso y disponibilidad de estos medicamentos necesarios. Los grupos de médicos deben elaborar directrices sobre su uso apropiado, incluida la cantidad de dosis y la posibilidad de efectos secundarios no deseados.
En algunos pocos casos, generalmente en fases muy avanzadas de la enfermedad física, pueden presentarse síntomas refractarios a las terapias disponibles. En estos casos, la sedación paliativa, hasta la pérdida de la conciencia, puede ofrecerse como medida extraordinaria, en respuesta a un sufrimiento que el paciente y el médico consideran insoportable. Los médicos, fieles a su mejor tradición humanitaria, siempre deben estar comprometidos, afirman, para prestar la mejor atención médica posible al final de la vida.
Declara recientemente esta Asociación, de forma inequívoca, que: “ningún médico debe ser obligado a participar en la eutanasia o el suicidio asistido, ni ningún médico debe estar obligado a tomar decisiones sobre derivación para este fin”.
La Asociación Médica Mundial recomienda que todas las asociaciones médicas nacionales elaboren una política nacional sobre atención paliativa y sedación paliativa basada en las recomendaciones de la Declaración de dicha Asociación.
El legítimo derecho a la vida no trae consigo, sin embargo, un paralelo derecho a la muerte. Sobre todo, cuando debe implicarse a un tercero en esta cuestión tan debatida y a menudo sometida a confusiones en el público general. Se mezclan conceptos tales como cuidados paliativos, sedación terminal, adecuación del esfuerzo terapéutico, obstinación terapéutica, eutanasia o suicidio médicamente asistido, no siempre con límites bien definidos, cualquiera de ellos, para los pacientes y público en general.
Hay una confusión social generalizada con los términos de buena muerte o muerte digna y programación eutanásica del acto de morir. La elección de este tránsito final a voluntad del paciente se sitúa en el centro del nuevo camino regulatorio.
Morir, sin emargo, no es un momento, sino un proceso en el que la Medicina y sus profesionales tienen mucho que decir. Morir con dignidad no es sinónimo de “eutanasia”, dado que el primero de los términos se refiere al hecho de “vivir dignamente hasta el último momento”, lo que implica “su consideración como ser humano” y su “participación en la toma de decisiones”, así como el “respeto a sus creencias y valores”.
Prolongar la vida a ultranza es tan nefasto como suprimirla sin criterios definidos. Son los límites del ensañamiento terapéutico y de la eutanasia mal entendida. El médico debe posicionarse en la correcta medida del esfuerzo terapéutico, declarándose contrario a la obstinación o a la continuidad de tratamientos fútiles. Dejar sufrir al paciente, en su etapa vital postrera, es contrario a la lex artis, la deontología profesional y desde luego a criterios humanitarios básicos.
La ciencia actual dispone de medios para minorar e incluso eliminar el sufrimiento físico y psicológico en el proceso final de existencia de las personas. Unos cuidados paliativos de excelencia, para hacer que el paciente “viva mientras vive” o la sedación terminal, dulcificadora del último tránsito son herramientas de humanización imprescindibles en una aplicación actual de la ciencia médica al final de la vida.
La figura central de la futura Ley, incluida en su propio título, es la eutanasia, pero es imprescindible partir de una correcta interpretación legal de dicha figura. Los profesionales registran una posición particular al respecto y aceptan, bajo adecuadas medidas, su aplicación siempre que se respete su posibilidad de objeción de conciencia.
Esta es la piedra angular de aplicación de la futura ley. Conciliar el derecho del paciente a decidir su destino final, dentro de las condiciones legales, con el del médico a plantear y hacer respetar su legítimo derecho a no llevar a cabo acciones contrarias a su ética profesional.
No se trata de hacer una aplicación fundamentalista y dogmática del Juramento Hipocrático, sino de situar en el mismo plano de relevancia el derecho del paciente, antes mencionado, con el de objeción de conciencia del médico. No olvidemos que de no ser así se corre el riesgo de instrumentalizar la figura del médico, convirtiéndolo en mero ejecutor de los deseos del paciente y de las previsiones legales al respecto.
El paciente ejerce su legítimo derecho a obtener la privación de su vida, bajo las condiciones y circunstancias legales, pero no puede obligar ni él ni la Administración a un profesional objetor a secundar ese proyecto. A su vez, el profesional que ejerce su, también legítimo, derecho de objeción de conciencia no puede utilizarlo para impedir u obstaculizar el derecho antes mencionado del paciente, lo que tendrá que quedar aclarado ante la desafortunada redacción incluida en el Artículo 16 de la Proposición de Ley, cuando recoge, en su Apartado 2, que: “Las administraciones sanitarias crearán un Registro de profesionales sanitarios objetores de conciencia a realizar la ayuda para morir…”.
Este instrumento puede servir para “señalar” a determinados profesionales, ante sus superiores o la profesión y la sociedad, en general, y no parece conciliarse debidamente con el derecho constitucional a no declarar sobre las propias creencias o determinaciones morales, en definitiva. No debemos olvidar, por otra parte, que la posición objetora ni es definitiva, pues puede cambiarse a lo largo del ejercicio profesional, ni es absoluta, pues puede depender de casos concretos que motivan este planteamiento, mientras que otros casos no lo motivarían.
Es una evidencia que la atención que un pueblo presta a sus pacientes, al final de la vida, con los recursos disponibles, es un exponente de su grado de civilización. Las variantes se definen, en cada caso, en el hasta dónde y el cómo puede llevarse a cabo.