El pasado día 5 de este mes de noviembre tuve oportunidad de acudir y participar en el I Congreso Internacional sobre Cervantes y el Quijote en el que entablé un diálogo con Don Quijote a cuenta de los métodos curativos que existían en el siglo XVII. La invitación surgió de mi querida Sociedad Cervantina de Alcázar de San Juan, lugar donde se celebró.
Lo novedoso de mi exposición (según dicen las crónicas) es que a mis descripciones narrativas de Don Quijote (a quien dio voz magistralmente el periodista de Onda Cero Marcos Galván), respondía para aseverar las circunstancias que envolvían la vida de los caballeros andantes, quienes en las más de las ocasiones salían de sus lances llenos de magulladuras, descalabros y huesos quebrados.
La salud de Don Quijote, física y mental, nunca fueron buenas, se nos presenta un caballero “flaco, amarillo, los ojos hundidos en los últimos camaranchones del cerebro”, triste y loco, aunque su depresión le hace parecer un loco triste.
De los libros aprendió Don Quijote que los caballeros andantes además de dineros y camisas, portaban una pequeña arqueta de ungüentos para curar las heridas, porque no siempre estaban a mano quienes pudieran curarlas de forma profesional.
Esta era la llamada “farmacia popular”, para lo que se debería tener gran conocimiento de los efectos de las plantas; las terapias sanadoras estaban basadas en compuestos vegetales. El caballero andante debía acercarse en sus conocimientos al médico y principalmente al herbolario.
«La mayoría de la población era pobre por lo que la farmacia popular era la más recurrente»
Cervantes conocía las virtudes de los purgantes y de las plantas, una suerte de farmacia económica para curar los males sin tener que acudir ni al médico ni al boticario. Otra bien distinta era la medicina galénica, o aquellas plantas que definiera Dioscórides, o los remedios de la alquimia.
Cervantes en su libro menciona los ungüentos que se aplicaban sobre las lesiones de la piel y Sancho dice: “Aquí traigo hilas y un poco de ungüento blanco en las alforjas” o aquel episodio con los cabreros en el que uno de ellos para aliviar el dolor insoportable de Don Quijote, “tomó algunas hojas de romero, las mascó y las mezcló con un poco de sal y, aplicándoselas a la oreja a Don Quijote, se la vendó muy bien, asegurándole que no había necesidad de otra medicina”, como así fue. El vino se usaba como bebida y como medicina. No hubo de faltar una buena dosis de fe y confianza como principios activos.
Una sola gota de El Bálsamo de Fierabrás era suficiente para sanar y ahorrar tiempo y medicinas. La descripción que hace Don Quijote del bálsamo es sublime por lo que no me resisto a pasar de largo su mención literal:
“Es un bálsamo, de quien tengo la receta en la memoria, con el cual no hay que tener temor a la muerte ni hay que pensar en morir de ferida alguna. Y, ansí, cuando yo le haga y te le dé, no tienes más que hacer, sino que cuando vieres que en alguna batalla me han partido por medio el cuerpo (como muchas veces suele acontecer), bonitamente la parte del cuerpo que se hubiere caído en el suelo, y con mucha sotileza, antes que la sangre se yele, la pondrás sobre la otra mitad que quedare en la silla, advirtiendo de ancajallo igualmente y al justo. Luego me darás de beber solo dos tragos del bálsamo que he dicho, y verás me quedar más sano que una manzana”.
La mayoría de la población era pobre por lo que la farmacia popular era la más recurrente. Los médicos que realizaban los diagnósticos y las prescripciones habían elaborado una compleja farmacología basada en cálculos matemáticos de manera peculiar y en modo alguno alcanzaba a los de estamentos más llanos.
Las andanzas y aventuras de Don Quijote sorprende porque cada vez que se lee se descubren aspectos nuevos que antes pasaron desapercibidos; el libro es un espejo de lo que era la época del siglo XVII, sociedad, medicina, farmacia, todo se encuentra reflejado en esta magna obra y lo que es más curioso, de rabiosa actualidad, por lo que seguirá siendo digno de análisis.