La demanda de servicios de salud es un concepto que se refiere a la cantidad y el tipo de servicios sanitarios que las personas necesitan y están dispuestas a utilizar, según sus condiciones de salud, sus preferencias y su capacidad de pago. La demanda de servicios de salud depende de varios factores, como el nivel de ingresos, el precio de los servicios, la calidad de la atención, la información disponible, las expectativas y las actitudes de los usuarios, y el grado de cobertura de los seguros públicos o privados.
La demanda de servicios de salud no es lo mismo que las necesidades de salud, que son las carencias o problemas que afectan al estado de salud de las personas y que requieren una intervención sanitaria. Tampoco es lo mismo que la utilización de servicios de salud, que es el consumo efectivo que hacen las personas de los recursos sanitarios disponibles. La demanda puede ser mayor o menor que la necesidad o la utilización, dependiendo de cómo se articulen los mecanismos de acceso y financiación de los servicios.
Por otro lado, en lo que respecta al ámbito público, la demanda de servicios sanitarios públicos es el conjunto de necesidades y preferencias de la población por recibir atención sanitaria gratuita y universal, financiada por la administración sanitaria pública. La demanda de servicios sanitarios públicos depende también de varios factores, como el nivel de salud, el nivel de renta, el precio de los servicios privados, la calidad y la accesibilidad de la oferta pública, la información y la educación sanitaria, y las políticas públicas en materia de salud.
La gestión de la demanda de servicios de salud públicos es un desafío importante para los sistemas de salud, ya que debe equilibrarse con la capacidad de proporcionar servicios sanitarios públicos de manera eficiente y de alta calidad, y que satisfaga las necesidades de los ciudadanos.
La demanda de servicios sanitarios públicos se enfrenta a varios desafíos, como el envejecimiento de la población, el aumento de las enfermedades crónicas, el incremento de las expectativas y exigencias de los ciudadanos, la escasez de recursos humanos y financieros, la innovación tecnológica y la complejidad organizativa, así como el alto impacto económico en la asistencia y tratamiento de determinadas enfermedades. Estos desafíos requieren una gestión eficiente y equitativa de la demanda, que garantice la calidad y la sostenibilidad del sistema sanitario público.
Los ciudadanos demandan la mejor salud, que en principio no es lo mismo que tener los mejores recursos sanitarios, aunque se pueda considerar que esa mejor salud, debe correlacionarse con esos mejores recursos sanitarios. Aunque en puridad deberíamos aspirar a la mejor salud “posible”, así como a los mejores recursos sanitarios “posibles”.
La organización sanitaria debe permitir garantizar la protección de la salud como derecho inalienable de la población mediante la estructura del Sistema Nacional de Salud. Las leyes que crean el servicio público sanitario, impone a la Administración un deber prestacional, obligando a tener los medios sanitarios necesarios; pero razonablemente deja a la misma Administración un margen de decisión para concretar el alcance de la prestación y la determinación de los sujetos beneficiarios.
Este margen de apreciación, no reductible a una única solución justa a través de los mecanismos de control de la discrecionalidad, supone reconocer a la Administración la facultad de diseñar políticas asistenciales en función de los recursos disponibles y de las varias medidas aplicables para dar satisfacción a las necesidades de los usuarios del servicio.
Desde un punto de vista de política sanitaria todo ciudadano puede exigir a la Administración sanitaria todos los medios, aparatos, tratamientos, etc. Cuestión diferente es la exigibilidad de esos medios desde un punto de vista jurídico conectado con el económico. La Administración se encuentra con las lógicas limitaciones económicas y de escasez de recursos eligiendo en cada caso o momento los servicios y técnicas que considera más adecuados conforme a las necesidades de los ciudadanos y los recursos disponibles, ya que no son ilimitados.
Debe asegurarse a los ciudadanos el derecho a la protección de la salud y la posibilidad de alcanzar la equidad en salud, lo que significa que las personas puedan desarrollar su máximo potencial de salud independientemente de su posición social, enfermedad u otras circunstancias.
La equidad en salud implica que los recursos sean asignados según la necesidad, satisfaciendo las necesidades de salud de todos los ciudadanos. El derecho de los usuarios a la asistencia sanitaria, mediante el cual se concreta el derecho a la protección de la salud, se erige como un derecho acreedor. Así, se establece una igualdad de acceso a la asistencia sanitaria. Es esta una obligación de asegurar a todos los ciudadanos y, en especial, a los más débiles, a los más vulnerables y a los más desprovistos, la accesibilidad a las prestaciones diagnósticas y terapéuticas necesarias, así como a una asistencia de óptima calidad.
Cuando la salud se deteriora llega la hora de la verdad, a fin de ver concretado en los hechos el derecho reconocido. Así, la asistencia sanitaria de calidad, oportuna, apropiada y necesaria a las circunstancias del caso, materializa el respeto al derecho a la protección de la salud y del principio ético de equidad en la esfera sanitaria.
La preocupación por la equidad en salud subraya el hecho de que la salud no es un simple problema individual relacionado con la carga biológica y el comportamiento, sino que, ante todo, depende de las circunstancias sociales y de una amplia gama de políticas públicas. Este derecho debe ser de alcance universal en todo el Estado. No cabe sostener la existencia de diversos grados de atención conforme a las particularidades del caso, al coste de la enfermedad o a la ubicación del sujeto en el plano social o geográfico. Por tanto, la obligación de los medios económicos suficientes, para el tratamiento del paciente se revela como un principio absoluto, afirmado en el beneficio del individuo.
Si bien los sistemas de salud deben justificar que el dinero que se gasta se hace de manera rentable y con el objetivo de una ganancia general en la salud de la población, este principio en determinadas patologías, por sus peculiaridades, rareza, costes de tratamiento, etc., es poco probable que se dé. Por ello, la valoración de estas situaciones debe tratarse de manera diferente, bajo la premisa de tratar de manera justa e igual a las personas que padecen estas patologías, no debiendo verse esta minoría penalizada ni discriminada por la mayoría. Además, una vez que comienza la discriminación a un determinado grupo, quien sabe sobre qué grupo se puede decidir acerca de la siguiente discriminación, en aras de la rentabilidad de la intervención sanitaria.
El utilitarismo es popular en la prestación de salud: mayor bien para el mayor número. Así, el utilitarismo se centra en la maximización de la suma total de utilidades, independiente de la distribución.
Sin embargo, cada persona merece ser considerada como tal, y debe tener garantizada su derecho a la protección de la salud con independencia de su situación personal, social o de enfermedad. Y no solo como cumplimiento a un principio ético, sino como respuesta al Estado social del que nos hemos dotado, ya que este modelo de Estado emerge de un concepto formal y específico de libertad, igualdad y dignidad, promoviendo la justicia social y el desarrollo y la capacidad de todos los ciudadanos de disfrutar y ejercer sus derechos sociales y económicos de forma que ninguna persona quede por debajo de un nivel mínimo de atención y prestación sanitaria, con independencia de sus características.