Por fin, un equipo de sesudos expertos en la materia formado por geólogos, arqueólogos, ingenieros de minas y filósofos españoles han llegado a la conclusión, en estrecho contacto con los políticos del G-20 (he tenido que aumentar el número para que esté entre ellos España gracias a su boyante situación económica lograda en los últimos meses, y solo como miembro invitado, claro), de que el 30 de marzo se acaba la pandemia, al mismo tiempo que sale a la luz este número de New Medical Economics.
Para ello, además, han valorado los datos oficiales adecuadamente subjetivados por las comunidades autónomas y han obviado que, entre otros temas banales, los servicios de urgencias de Atención Primaria de algunas de ellas llevan cerrados dos años y no contabilizan.
Lógicamente, nuestro gobierno, atendiendo a ese selecto grupo de expertos en salud, ha tenido que establecer por decreto-ley el boicot a los últimos coletazos y mutaciones de la COVID, para rebatir las insidias de los que dicen que está repuntando (sobre todo gerentes y directores médicos de hospitales, siempre maliciosos), o, como mínimo, estancada, en torno a 436,54 por 100.000 habitantes en 14 días, o con ligeras subidas según zonas geográficas. Las defunciones registradas por esta causa en el último mes ascienden a más de 3.500 personas, cantidad nada despreciable.
Además, el gobierno ha establecido el cierre viral de nuestras fronteras para siempre.
¡Fuera mascarillas y otras barreras! Hemos establecido una especie de lo que en su día se llamó el Telón de acero. Echado a cal y canto para que no entre nada pernicioso y podamos celebrar las Fallas, la Semana Santa andaluza, su Feria de Abril y los Sanfermines para abrir boca de todo el resto de ocio nacional.
Pero lo del cierre de nuestras fronteras a los virus que entran…, perdón, podrían entrar, no es nuevo. Ya recuerdo hace años cuando se nos dijo, durante la epidemia de la gripe aviar, que al llegar las aves portadoras volando a nuestras fronteras, vinieran por donde vinieran, se detenían y no entraban.
En los Pirineos, en el sur de España, o en los límites con Portugal, las aves eran interceptadas y se las convencía para no entrar en nuestro espacio aéreo. Por supuesto con los permisos judiciales oportunos por si las estresábamos en pleno vuelo.
Bueno, todo esto es algo parecido a “la escopeta nacional” que, tan bien describió nuestro extraordinario cineasta Luis García Berlanga.
Y lo peor es que, cuando hablamos de cómo va mejorando la educación sanitaria de la población española, nos llenamos la boca diciendo que lo hace muy deprisa.
Sigo creyendo que es verdad, pero no gracias a nuestros políticos. Estos sí que crean una verdadera pandemia con su desconocimiento general y sus proclamas interesadas. Si no se produjeran sus intervenciones, y desaparecieran las fake news tan frecuentes, iríamos mucho más rápidos en conocer lo que realmente nos interesa, o sea, nuestro cuerpo humano, sus carencias y deterioros, y el coste que conlleva la excesiva prolongación de nuestra edad media de vida.
Me baso en mi práctica callejera diaria. A la hora de la verdad, y una vez que ya ha comenzado la no obligatoriedad de la mascarilla salvo en determinados pocos lugares, priman la costumbre y el sentimiento de responsabilidad por encima del deseo de quitárnosla. Y así lo demuestra la gran mayoría de ciudadanos que van por la calle sensatamente con ella puesta.
Si durante más de dos años los profesionales de la salud han destacado públicamente que la mejor protección contra la COVID era la mascarilla, ahora, después de cientos de miles de muertes o millones de enfermos en todo el país, el hecho de quitársela para muchos, no será fácil.
Sobre todo por dos razones: una, porque el virus va a seguir con nosotros, y otra, porque con la mascarilla nos acompañan sensaciones inherentes a la persona humana, como arma contra la timidez, deseo de ocultarse, pero, sobre todo, miedo, de muchas formas.
A muchos les importan los comentarios que puedan hacerles otros sobre seguir usando la mascarilla y estos tendrán que valorar qué les produce mayor grado de ansiedad, si quitarse la mascarilla y sentirse expuesto para evitar una crítica, o seguir con ella puesta y sentirse protegido a pesar de lo que digan los demás.
Además, en el ambiente flotan dos factores psicológicos que a todos nos atañen y hemos sentido en nosotros mismos.
El primero es que estamos acostumbrados a llevar puesto algo que nos produce muchas veces incomodidad, pero si nos lo quitamos, nos falta algo, como si nos quedáramos desnudos. Y es que para ese algo hemos elegido hasta colores y formas, y lo hemos integrado en nuestro vestuario, incluso en la moda de cada uno.
El segundo factor es que nos ha dado sensación de protección dependiente de nosotros. Nos ha dado cierta seguridad, y ahora nos sentimos expuestos al peligro.
Y he citado el miedo.
Realmente es uno de los factores que pueden influir en el uso de mascarillas por parte de los ciudadanos. Pero ¿es esto bueno? Recordemos que el miedo, bien gestionado es necesario para afrontar riesgos. Sin embargo, si se vuelve escaso o excesivo, puede convertirse en riesgo.
Por otra parte, la misma situación, o información temida, no tiene un efecto idéntico en todas las personas. Muchas cumplen las recomendaciones, mientras que otras no lo hacen. Asimismo, hay quienes cumplen las medidas en un lugar y momento determinado, pero no lo hacen en otro.
Por ello, podríamos considerar que no solamente es importante informar y sensibilizar a la población sobre los riesgos que corre cuando hay un virus circulando, sino también otro tipo de información, como la eficacia de las medidas preventivas y de verdad, no para satisfacer egos.
Mi recomendación. Para aquellos que no se sientan cómodos deshaciéndose de la mascarilla, les recomiendo que no hay vergüenza en seguir usándola. De hecho, aunque ya no es necesario, el uso de cubierta facial en interiores sigue siendo una recomendación fuerte, y muchas empresas y lugares pueden optar por seguir exigiendo el uso de mascarilla a sus clientes y empleados.
Moraleja: no es necesario quitarse la mascarilla si no estamos seguros de querer hacerlo. Nadie va a multarte por llevarla; toda mi vida he visto a turistas orientales que venían con ella a nuestro país y no les pasaba nada (aunque de forma ignorante nos reíamos de ello, ¡quién nos lo iba a decir!).
«El coronavirus ya está en el paraíso de los virus, junto a la viruela, la tos ferina y otros elementos ya insignificantes para el mundo de la comunicación en general. Y ahí los ha enviado el gobierno»
La decisión de suprimirla o no a partir de ahora y de cómo hacerlo, es nuestra. Es un tema de responsabilidad social individual.
Las acciones propuestas por las autoridades sanitarias han sido claves para frenar la propagación del virus. Las normativas, protocolos y acciones informativas que nos han acompañado desde el inicio de la pandemia han servido para contener los casos. Pero nuestra seguridad y salud también dependen de la responsabilidad de cada persona.
Por eso, ahora que nos encontramos en pleno momento de cambio en nuestra relación con las mascarillas, debemos decidir (en las situaciones en las que no es obligatoria) cómo y cuándo usarla. Hemos de aplicar la responsabilidad individual.
Y además, cuando se decida esa amplia generalidad de no usar la mascarilla en todas partes, hay formas graduales para ir haciéndolo, cambiando las FFP2 por quirúrgicas, quitándola a pequeños ratos, etc. La sensación de posible ansiedad no solo se produce por quitarnos la mascarilla sino también al ver a los demás sin ella, como ya hemos comentado antes.
Todo requiere sus tiempos y cada uno con nuestros miedos los vamos a ir regulando. Sería patológico si transcurridos meses, y sin peligro objetivo a la vista, siguiera existiendo la incapacidad de quitarse la mascarilla.
Tristemente y, aunque la situación actual de la pandemia por COVID en España aconseja prudencia, la Comisión de Salud Pública del Sistema Nacional de Salud acordó actualizar la Estrategia de Vigilancia y Control frente a ella, que se pondrá en marcha al comenzar el próximo mes de marzo.
Esta actualización es una transición hacia una estrategia diferente que vigile y dirija las actuaciones a personas y ámbitos de mayor vulnerabilidad y monitorice los casos de COVID graves, y en ámbitos y personas vulnerables. En la población general, los casos confirmados leves y asintomáticos no realizarán aislamiento y los contactos estrechos no realizarán cuarentena.
Nos encontramos en un imaginario colectivo del fin de la pandemia, de gripalizarla, de introducir el término endémico como una pandemia venida a menos. Y lo peor de banalizar el fin de la pandemia o gripalizarla, es el hecho de obviar el escenario sanitario desolador que nos vamos a encontrar al final de la pandemia. Ese fin dejará un paisaje endémico. Y yo desde luego no volveré a escribir, creo, de la pandemia. Para muchos ignorantes ya no existe. El coronavirus ya está en el paraíso de los virus, junto a la viruela, la tos ferina y otros elementos ya insignificantes para el mundo de la comunicación en general. Y ahí los ha enviado el gobierno.
Ahora es el turno de la guerra, otra guerra diferente, donde los humanos seguimos sacando lo peor de la especie, nuestro lado más animal y salvaje.