La principal función de las sociedades científicas gira en torno a la ciencia y el conocimiento. En concreto, la misión de las sociedades científicas es la de enseñar y aprender ciencia.
Impecable definición.
Como tantos otros interlocutores de nuestro mundo sanitario, han dado de lado, históricamente, a los pacientes en multitud de ocasiones, y nunca les han considerado ni empoderado ni han sido el centro del sistema, ni siquiera se han aproximado a esa realidad.
Sus estructuras, eminentemente burocratizadas y personalizadas han mantenido, casi indemne, el criterio de que los pacientes solo pueden asistir a la consulta médica para recibir instrucciones en la vía de curarse, o aliviarse de sus males. Cero participaciones en las decisiones a tomar con ellos.
Esto ha ocurrido hasta casi el día de ayer.
La realidad es que, en los últimos años, la implicación de los pacientes en la mejora del sistema sanitario, así como en las fases de desarrollo y evaluación de tratamientos, se ha incrementado notablemente.
En Estados Unidos nos encontramos ejemplos que han permitido que la comunidad de pacientes sea considerada como un socio igualitario en los ensayos clínicos. En la Unión Europea, el número de interacciones de la European Medicines Agency (EMA)con organizaciones de pacientes y consumidores se ha multiplicado por 10 en el periodo desde 2007 a 2016.
Además, la propia EMA impulsa los registros de pacientes como una fuente importante de evidencia científica y, es por ello que encontramos ejemplos como la red europea de registros. Por otra parte, los líderes de opinión clínicos participan de manera activa en los procesos de evaluación y financiación de fármacos en otros países de nuestro entorno.
La nueva realidad del mundo sanitario hace que las asociaciones de pacientes, junto a colegios, asociaciones y fundaciones científicas, traten de adaptarse a ella con el objetivo de valorar cada vez más la necesidad de incluirse en la toma de decisiones sobre su salud, y en primera persona.
Pero se les sigue notando que la presencia de estos colectivos les incordia más que aportar nada positivo, y lo hacen porque la sociedad se lo demanda y, sobre todo, determinados agentes (quizás la industria farmacéutica es la principal).
A las sociedades científicas les ha surgido un grano realmente en la obligación de incluir a los pacientes en las decisiones o, de verdad, ¿creen en su necesidad? A mí me plantea muchas dudas.
Y no ven otra forma más rápida de actuar que fomentando alianzas con el objetivo, ya algo aprendido, de optimizar la asistencia sanitaria que reciben los pacientes en el Sistema Nacional de Salud (SNS).
Pero, después de casi un siglo, adaptados a la anterior estructura jerárquica, lo hacen de forma light, con sociedades que se definen como científicas pero que, bien entendido, no lo son tanto.
En este caso, ninguna crítica porque, claramente, no son sociedades científicas sino de gestión, y su objetivo no es redactar protocolos terapéuticos, por decir un ejemplo. Es el caso de SEDISA, SEIS, etc. que no pueden ni deben, sustituir el papel encomendado a las sociedades de Cardiología, Oftalmología, o SEDAP, por ejemplo.
La utilidad real de estas alianzas es que plantean la creación de grupos de trabajo que permiten analizar, de manera recurrente, el proceso asistencial de determinadas patologías seleccionadas.
En algunas de estas, muy concretas, es cierto que estos movimientos ayudan a mejorar la calidad asistencial en sus tratamientos, y ponen de manifiesto la necesidad de integrar la práctica clínica y mejorar los resultados en salud con facilitadores como la coordinación entre ámbitos asistenciales, derivaciones y la integración de herramientas tecnológicas que agilicen el trabajo, cuidando la seguridad y la calidad de los mismos.
Pero tampoco este papel es un avance tan grande, ya que vuelven a ser, casi únicamente, temas de gestión y, además, ya lo hacen las autoridades sanitarias de cada comunidad autónoma y, aparentemente, cuentan con los pacientes afectados en cada caso y, frecuentemente, incluso con su seguimiento.
Aunque se copien unas a otras, pero poniendo algunas anecdóticas señales de identidad locales, por aquello del qué dirán, y a que se note que la prioridad de los temas sea definida por razones de índice político y electoral. Un ejemplo muy claro son las políticas locales respecto a la gestión del cáncer de próstata frente al de mama, demostrando una mayor sensibilidad hacia el segundo, cuando sus prevalencias son casi similares.
La gran mentira es cuando se dice que hay voluntad “política” de contar con los pacientes…
Después de la pandemia de la COVID-19, la Comisión de Reconstrucción de la Sanidad del Parlamento ni siquiera les llamó para oírlos, dando paso, sin embargo, a otras entidades de dudosa utilidad práctica real.
Y las sociedades científicas hacen paripés en Congresos para aparentar que se cuenta con ellos, sin intención alguna de llevar a la práctica sus soluciones. Yo incluso, involuntariamente, me he visto involucrado en la confección de DAFOs que han acabado en papeleras al finalizar las sesiones.
O… cuando se dice que los proyectos avanzan hacia un modelo de value-based healthcare (nueva moda en terminología de gestión sanitaria), un paradigma de salud que prioriza la calidad de la atención que reciben los pacientes para maximizar el valor que les aporta. O sea, que trata de satisfacer las necesidades de salud de las personas y poblaciones con una actitud orientada a conseguir su bienestar al menor costo posible, implementando herramientas que orienten el factor motivacional en medir las cosas correctas (resultados y costos en salud) y de la forma correcta.
Es lo de siempre, exaltación del confort de toda la vida, y poco más, como ya dije hace unos meses detalladamente en mi artículo “El valor del valor”, por cierto, uno de los más celebrados por la audiencia en los últimos tiempos. Muchas gracias.
Por otra parte, las experiencias de formación a los pacientes, donde habría que volcarse.
Pues solo existen las puestas en marcha por las escuelas de pacientes de las CCAA (curiosamente la Administración) y algo proveniente de la industria farmacéutica, lógicamente con intereses comerciales. Nada tampoco que tenga su origen principal en las sociedades científicas.
Los certificados de calidad sirven para algo. Creo que no.
Hay tantos que ya se han devaluado y todo el mundo los tiene, incluso a falta, en muchos casos, de incorporar a los indicadores de gestión sanitaria no solo resultados de calidad sino también de eficiencia, para determinar las medidas prioritarias que aporten valor a los pacientes, a los profesionales, al sistema sanitario y, en definitiva, a la salud.
Conclusiones:
Pese a que parece que he realizado un ataque feroz a la formación de estas alianzas, verdaderamente son “un paso muy importante” ya que existe un amplio margen de mejora, en lo que se refiere a la continuidad asistencial en el abordaje de la cronicidad, y ellas pueden colaborar de forma importante en reducirlo.
Algunos de los principales desafíos en este ámbito son la mejora de la coordinación entre profesionales y niveles asistenciales; la garantía de una asistencia adaptada a las necesidades de las personas con enfermedades crónicas y sus diferentes perfiles; y el desarrollo de los sistemas de información compartidos, seguidos de la creación o refuerzo de la figura del gestor de casos.
La contribución de la industria farmacéutica a la sostenibilidad del sistema debe continuar y valorarse adecuadamente por todas las instituciones. La industria tiene un papel relevante porque aporta recursos, y debe jugar un papel trascendental, como sucede con la formación continuada de los profesionales sanitarios.