Realmente, en alguna medida, este artículo va a ser continuación del anterior que escribí el mes pasado.
Lo hago porque, continuamente, doy vueltas en mi cabeza al incomprensible rechazo vacunal que no para. Incluso tengo una percepción, no medible, de que está aumentando desde que se está vacunando masivamente a los niños.
Y alimentado, malignamente, por figuras públicas conocidas, que pueden influenciar a muchas otras anónimas, pero que se dejan arrastrar.
Lo más peligroso, sin duda, es que esas figuras públicas a las que me refiero, están ya “marcadas” previamente, en el sentido de que cualquier persona sensata debería saber que lo mejor es no seguirlas, porque gran parte de su éxito se basa en ser diferentes a los demás, más raros en todo, escandalosos.
Pero ahora, además, se le añaden otros de los que se desconocía su faceta personal…, y estoy evitando dar nombres, porque tampoco es el objeto de nuestra revista, pero hablo, sobre todo, de cantantes, tenistas, etcétera, más o menos famosos (algunos ya casi acabados profesionalmente).
¿Estamos perdiendo el sentido común?, ¿somos tan pobres en cultura sanitaria?
Aparte de estas, y en un escenario para mí tan incomprensible, me surgen otras preguntas también básicas como: ¿Por qué reaparece históricamente el antivacunismo activo cada vez que irrumpe una nueva vacuna? ¿Por qué en sociedades bien informadas, incluso entre profesionales de la salud, persiste un cierto nivel de escepticismo vacunal (hasta un premio Nobel de Medicina está dando unos razonamientos vergonzosos para justificar la no vacunación)?
Porque, ¿en qué se sustenta realmente el fenómeno que se inició ya con la aparición de las primeras vacunas para la prevención de la viruela allá por el año 1796 (Jenner)?
Entonces fue la Iglesia quien condenó esas primeras vacunaciones con argumentos y acusaciones de “bestialismo” (la vacuna se obtenía de las lesiones de viruela ovina y directamente de las vacas). Entonces, sus detractores predecían efectos secundarios como que crecerían cuernos y rabos a los individuos vacunados.
Las razones por las cuales hay gente que rechaza un tratamiento que ha mejorado la salud global de forma probada son complejas, y algunas ya las hemos citado en muchas oras ocasiones, pero sería, además, interesante profundizar, mediante un estudio serio, sobre algunos aspectos poco investigados del negocio que supone la antivacunación, y que convendría sacar a la luz.
Vender “crecepelo” es una estafa ancestral, un falso milagro, que sufren, y en la que hemos participado comprándolo, muchos ciudadanos, incluido yo.
Negar el efecto de las vacunas para recomendar un “crecepelo” (o tomar lejía, plantas medicinales, ozono…), como hemos oído (incluso a un presidente de una potencia económica mundial), acerca esa estafa a la condición de delito puesto que la salud y la vida del sujeto están en riesgo.
Y lo están por no acceder a tratamientos científicamente comprobados, aunque sean solo parcialmente eficaces, y por proponer en su lugar pseudotratamientos que no pueden demostrar ni eficacia ni seguridad y, en algunos casos, son directamente tóxicos.
Las páginas de referencia de los movimientos antivacunas están llenas de opciones y ofertas de venta directa (sin control sanitario ni prescripción médica), de esos “milagrosos” tratamientos para casi todos los males conocidos.
Recordemos también cómo la industria del tabaco compensó, durante años, a los fumadores que desarrollaban algún tipo de cáncer fuertemente asociado al consumo de cigarrillos (sobre todo de pulmón, laringe, esófago o vejiga). Se basaban, en gran parte, en la falta de información al consumidor sobre el riesgo que corrían al fumar. Merecía la pena con tal de no perder el negocio, y fue consentido por las administraciones, incluso alardeando de este logro económico. ¡Qué incultura, qué triste!
Duró lo justo, porque al principio, ese argumento generó compensaciones millonarias, hasta que llegó un momento en que resultaba imposible defender, frente a un tribunal, que algún ciudadano no supiera ni hubiese oído hablar del riesgo de fumar y alegara falta de información o engaño.
Reclamar efectos secundarios graves, atribuyéndolos a la vacunación contra la COVID (o a cualquier otra vacuna), sigue esta línea de razonamiento con argumentos diversos y pobres: investigación insuficiente, introducción prematura, riesgos potenciales aún no observados, los intereses comerciales ya mencionados… Es más, forma parte de la escenografía de la medicina comercializada y defensiva, dominante en muchos países.
Ese falso ruido de fondo complica, y mucho, la interpretación de los efectos secundarios reales que pueden ocurrir con la vacunación.
La información sobre seguridad es esencial para defender la vacunación, esto nadie lo discute. Pero no debemos dejar lugar a dudas de que los beneficios son manifiestamente mayores y deseables que los riesgos de sufrir efectos secundarios tras la vacunación. Las autoridades sanitarias son las que están cualificadas y son las responsables últimas de analizar la información, interpretar los resultados y establecer pautas y prioridades de vacunación.
En definitiva, está claro que en un mundo en el que vivimos conectados permanentemente, cualquier patología infecciosa y las vacunas presentan problemas claros de comunicación que pueden resultar poco éticos.
Las redes sociales, y sus supuestos expertos, extienden muchas veces afirmaciones falsas, no basadas en datos empíricos, sobre las vacunas y las enfermedades peligrosas. Estas afirmaciones se repiten una y otra vez hasta convertirse en el tantas veces repetido “es que dicen que …”.
Las redes sociales, aprovechando la coyuntura, crean redes de contactos gigantescas, con algunos puntos de interés común que fácilmente se convierten en opciones de clientelismo.
Las personas que reaccionan a un mensaje antivacuna, fácilmente pueden convertirse en grupos de interés electoral, en posibles clientes de medicinas alternativas, en consumidores de algún producto real o político, etc. La gestión publicitaria con estas bases de datos (decenas de millones de contactos) es, en realidad, una de las consecuencias de compartir un tuit o de aceptar un comentario aparentemente intranscendente.
Llama la atención la aparición sistemática de argumentos antivacunales en la parafernalia de partidos de extrema derecha o de abstencionistas políticos. En un intento de expresar su rechazo a la autoridad, suman la autoridad política con la científica, la sanitaria y la mediática.
“Los beneficios son manifiestamente mayores y deseables que los riesgos de sufrir efectos secundarios tras la vacunación”
Las posiciones tremendistas contra la vacunación, o contra las vacunas, han encumbrado por unos minutos a personajes muy variados que han retenido la atención del público y los medios. Desde el curandero convencional a los tertulianos o, incluso, a algunos profesionales de la salud
Por otro lado, ir a contracorriente es una tentación demasiado fuerte para los medios de comunicación, y es fácilmente presentable al público general como “democracia informativa” o “respeto a todas las opiniones”.
Ciertamente es importante que existan visiones alternativas. Pero, si hablamos de salud, es crucial apoyarse en la información por encima de la opinión. Con todas las limitaciones que nos ha mostrado que existen la COVID, en un escenario cambiante día a día, hay que dar crédito a la ciencia y relativizar las visiones simplistas, intuitivas, solo de “sentido común”, como decía al principio.
Es el momento de que introduzca algo positivo en este articulo.
Leo, en el día que escribo este artículo, que la famosa cantautorade folk Joni Mitchell, ganadora de ocho Grammys, ha anunciado que seguirá los pasos de Neil Young y retirará su música de Spotify como protesta por la emisión de un popular pódcast (“The Joe Rogan Experience”), acusado de difundir falsedades sobre la COVID-19 y las vacunas contra la enfermedad.
Y lo hace apoyándose en un comunicado de casi 300 científicos con el título de “mentiras por dinero”, que hace unas semanas advirtieron a la mencionada Spotify (plataforma muy decantada por los mensajes antivacunas), de que estaba permitiendo la difusión de mensajes que dañan la confianza en la investigación médica.
¡Ánimo!, y a que en España se estimulen más estas acciones para descubrir los fraudes de los antivacunas.
La comunicación sincera y continuada, basada en datos, debe ayudar al ciudadano que tiene dudas y que necesita explicaciones de hecho, en lugar de argumentaciones más o menos hábiles, pero sin datos objetivos y reproducibles que la sustenten.
Porque, si no, son la carne de cañón de los predicadores antivacunas sin argumentos. Y pasan al lado de los ignorantes en esta materia y, quizás, en muchas más.
Y este impacto tan negativo y en cierta medida numeroso, se podía haber reducido con tiempo, sobre todo mediante la alfabetización en salud a la que ya me he referido en diferentes ocasiones.
Fue una oportunidad perdida para la alfabetización, una más desde que el término había sido publicado, por vez primera, en el año 2000 (Ratzan y Parker), y que más tarde se integró en la política sanitaria de los EE.UU.
Entonces se definió como el grado en que los individuos tienen la capacidad de obtener, procesar y comprender la información sanitaria básica y los servicios necesarios, para tomar las decisiones apropiadas acerca de su salud.
Incluso, la Universidad de Columbia integró el propio concepto en su juramento sanitario: “fomentaré la alfabetización en salud para todos y buscaré la igualdad y la justicia para los sectores vulnerables de la población”.
La verdadera ratificación vino casi dentro de esa primera década del siglo actual cuando, en septiembre de 2011, se publicó una declaración de matiz político, durante la reunión plenaria de la Asamblea General de las Naciones Unidas, sobre la prevención y el control de las enfermedades no transmisibles.
En ella se recomendaba formular, reforzar y aplicar, según procediera, políticas y planes de acción públicos multisectoriales que promovieran la educación para la salud y los conocimientos sobre la salud, entre otras cosas mediante la educación basada en datos empíricos y estrategias y programas de información dentro y fuera de las escuelas, y campañas de concienciación pública.
Desgraciadamente, los logros fueron pobres para las altas ambiciones depositadas (en España se crearon, en todas las comunidades autónomas, las llamadas escuelas de pacientes como semilla del proyecto) y, quizás, las diferentes crisis sucedidas desde entonces han hundido esa cobertura de la necesidad de la alfabetización acelerada de la población.
También esas crisis, y la actual gran pandemia inesperada que sufrimos, han provocado que no se pudiera tener la tranquilidad necesaria para esa formación y ahora solo se invoquen medidas de emergencia “a la fuerza” (justificables pese a ello, casi siempre), como prohibiciones, multas y restricciones drásticas para los que se obstinan en no vacunarse.
Nada recomendable.