Competir es sano, si ayuda a mejorar el funcionamiento de la organización y alinea a su estructura interna y a los diferentes competidores.
Un deportista persigue el triunfo (a veces moral, a veces económico) y aprovecha para modelar su cuerpo día a día para hacerlo más competitivo. Lo que no busca el atleta es obtener su premio en la derrota de los demás, establecer atajos o perjudicar al rival.
Los servicios de salud pueden y deben competir, aunque en nuestro sistema de salud no lo hagan. Nuestros hospitales reciben presupuestos que año tras año se repiten independientemente de los resultados que obtienen, y el prestigio y reputación parecen elementos estáticos o inamovibles, muchas veces relacionados con la centralidad o tamaño.
Sin embargo, los que, siendo privilegiados por conocer el sistema desde dentro, sabemos a quién y donde tenemos que recurrir cuando necesitamos el sistema, y no lo hacemos por los motivos de renombre del centro. Elegimos por accesibilidad, precisión del diagnóstico y tratamiento, cercanía de los profesionales, experiencia en casos similares y resultados previos.
Afortunadamente las cosas van cambiando y la tantas veces repetida “orientación al paciente” va imponiéndose poco a poco: Capacidad para participar en la toma de decisiones, posibilidades de segunda opinión y libre elección de médico están cada vez más extendidas.
Hace ya unos años la iniciativa de área única en la Comunidad Autónoma Madrileña permite que el paciente pueda escoger especialista entre los diferentes centros de Madrid teniendo en cuenta la accesibilidad (demora) y otros motivos que puedan decantar su decisión. Es una gran decisión de gestión si se acompañara de elementos que incrementen la competitividad basada en factores de motivación para los profesionales y los centros.
Diferentes experiencias de medición de resultados y aplicación en el sistema público han sido exitosas, como la medición de resultados en los hospitales suecos. Son numerosas las experiencias de la atención sanitaria basada en valor (Value-Based Healthcare), pero no todas han tenido la aplicación en gestión de los modelos en países nórdicos.
«Los servicios de salud pueden y deben competir, aunque en nuestro sistema de salud no lo hagan»
Si los resultados esperados por los pacientes son explicitados y según los mismos, pueden elegir su centro de asistencia, se establecerán diferencias de frecuentación que deberían acompañarse de incremento de los recursos en los centros que atraen pacientes.
Pero el ciclo no debe acabar ahí. Los hospitales con peores resultados, por tanto, con menor captación de pacientes y pérdida de recursos, deberían modificar los procedimientos y renovar su modelo de gestión para alinearse con el resto. Por supuesto en el sector público, la Administración debe jugar un papel equilibrador, pero ello no debe ser óbice para premiar la competitividad como elemento de mejora continua centrada en el paciente.
La aparición de los contratos programa en muchas de las comunidades autónomas y el desarrollo de objetivos asistenciales ha propiciado un punto de interés sobre la posibilidad de cumplir estrategias, establecer un ranking de centros y premiar la consecución de estos, aunque sea marginalmente, en diferenciación retributiva y a título individual. Además, se ha conseguido estimular el alineamiento de los diferentes establecimientos sanitarios en alguna medida, aunque todavía estemos asistiendo a una cierta desinformación entre los profesionales de la metodología y procedimientos que se siguen en estos programas.
Aparte de los aspectos metodológicos en la construcción de indicadores, los objetivos a cumplir en los contratos programa deberían de poseer ciertas premisas:
– Ser individualizados según la tarea del servicio en concreto y su posible contribución al objetivo global del centro (por ejemplo, un servicio de UCI no contribuye en objetivos de demora en la atención, pero si en la tasa de reingresos o la racionalización del uso de antibióticos).
– Ser realizables (no pedir mejoras imposibles como aumentar año tras año en la misma magnitud el número de intervenciones quirúrgicas sin dotar más quirófanos).
– Premiar el esfuerzo por conseguir el logro (si el punto de partida es malo el esfuerzo por mejorar puede ser mucho menor que cuando se consigue una mínima mejora que cuando se está en una situación de excelencia).
– Ser difundidos entre todos los que participan del logro (de nada sirve atesorar el conocimiento por la jerarquía).
– Incluir indicadores de resultados más que de procesos sin hacerlos coincidir (“no me digas que alcance el logro como tú lo harías sino como yo lo hago” o “dime cómo quieres que lo haga, pero no me pidas un resultado final”).
– Tener en cuenta el valor aportado (perseguir lo que desea nuestro “cliente, paciente” más que “lo que deseamos nosotros para él”).
– Repercutir como elemento motivador en los profesionales: premio y reconocimiento (por ejemplo, incluirlo como valoración para progresión en carrera profesional).
– Repercutir como elemento de atracción al centro (si el centro es centrípeto en asistencias mejorar su presupuesto y reputación, y si es centrifugo todo lo contrario). Para ello deberá explicitarse de forma trasparente los resultados, hecho no siempre atendido desde la administración.
– Expresar el posicionamiento como modelo de mejora del sentimiento corporativo y reconocimiento social, así como factor de progresión de los equipos directivos.
La repercusión de los resultados y su difusión como elemento de competencia deben ser uno de los ejes pivotantes del modelo que, además, necesitara un reajuste de la asignación de los recursos y confección del presupuesto, más relacionado con la población de cobertura y asistencia, que con la actividad desarrollada o el tamaño del centro.
Si fuéramos capaces de medir los resultados funcionales, de calidad y de experiencia de paciente en un entorno de estímulo de la competitividad dentro del sector público, es probable que, como han hecho en otras latitudes, los resultados y alineamiento de nuestra organización mejorarán ostensiblemente.
Luis Rosado Bretón