Últimamente me he topado muchas veces con la cita de Peter Drucker que dice que la cultura se come la estrategia para desayunar.
No sé si para almorzar, merendar o cenar, pero la cultura, además de la estrategia, se come las mejores ideas, tecnologías y personas. Edwards Deming, el padre de la mejora continua, decía que: “Un mal sistema vencerá a una buena persona siempre. Pon una buena persona en un mal sistema y siempre ganará el mal sistema”.
Todo esto se refiere a las culturas negativas. Pero también hay culturas positivas. Sobre la dimensión positiva de la cultura, no conozco yo citas de ilustres, que también se merecen.
La cultura es como la fuerza en Star Wars; tiene el lado oscuro, pero también está el otro lado, que es seguramente más poderoso, porque si no, las películas de Star Wars nunca acabarían bien.
Una buena cultura puede llevar a una organización desde un garaje al liderazgo global; puede encontrar oportunidades en las dificultades; puede hacer que, en los malos momentos, las personas sientan orgullo de ser parte de una organización y hasta encontrar felicidad. Decía mi padre que, con buen vino, hasta el pan duro sabe bien. Pues la buena cultura es el buen vino de las organizaciones.
Y así como la cultura es a las organizaciones, la actitud es a las personas.
En las personas, la actitud es el catalizador de su desarrollo, y el componente principal de su talento. El talento requiere conocimiento, pero lo que no se sabe, puede ser aprendido. El talento también requiere habilidades, pero las que no se tienen, pueden ser practicadas hasta dominarlas. Y, sobre todo, requiere actitud, que es su componente principal, porque es el que hace que los demás se desarrollen. También es el más difícil, porque tiene que ver con lo que somos, y cambiar lo que uno es, resulta tarea muy penosa, en el sentido de la frase de Benjamin Franklin: «Hay tres cosas extremadamente duras: el acero, los diamantes y conocerse a uno mismo».
En las organizaciones, si te faltan personas, puedes contratarlas. Si te faltan tecnologías, puedes comprarlas. Si te faltan ideas, puedes buscarlas. Pero la cultura no se puede contratar, ni comprar, ni la vas a encontrar buscándola por ahí. Y sin embargo es el catalizador del progreso de las organizaciones.
Estando una organización constituida por personas, y siendo su cultura la suma de las actitudes de sus personas, podría admitirse, al menos teóricamente, que la complejidad de cambiar la cultura es igual a la de cambiar la actitud de una persona multiplicado por el número de personas. Dado que cambiarse a uno mismo es una tarea colosal, como corolario puede afirmarse que lo de cambiar la cultura de la organización no es cosa de poco misterio.
Ya sea por responsabilidad, por inexperiencia, o por vanidad, el directivo sentirá atracción por actuar sobre la cultura. No obstante, le conviene saber que actuar sobre la cultura tiene más peligro que entrar con un puercoespín en una fábrica de globos; y que, en cuestiones de cultura, siempre resulta más confortable ser correa de transmisión que fuerza motriz. En fin, esto de la cultura debe ser manejado con prudencia, como si tuvieras en la mano una espada láser o una probeta con la COVID-19.
‘La buena cultura es el buen vino de las organizaciones’
En este punto, es necesario recordar que, actualmente, la corriente dominante para el liderazgo y, en general, las cuestiones de cultura, es la de la corrección política. Pero también, que, en todo caso, es mejor desconfiar, porque puede haber quien secretamente piense que, para salvar el cuerpo, haga falta amputar un miembro. O que las organizaciones son como los árboles, que necesitan una poda de vez en cuando, cosa que me dijo una vez Darth Vader disfrazado de directivo.
Pudiera pensarse que las organizaciones siempre han tenido cultura, pero no es así. Hubo tiempos en que las organizaciones eran poco más que mecanismos.
A los profesionales de la calidad nos gusta presumir de que introdujimos el factor humano en las organizaciones. En pleno taylorismo, en los tiempos del “haga Vd. lo que se le dice”, nuestros padres, como Deming o Ishikawa, salieron con aquello de destruir las barreras entre los departamentos, que si los clientes internos, lo del operario como protagonista y “pequeño científico”, lo de la participación del personal, que si la colaboración con los proveedores, o los círculos de calidad.
Konosuke Matsushita, el japonés hecho a sí mismo, que empezó fabricando interruptores con sus manos, y que construyó Panasonic, dijo en un viaje al Reino Unido: “Para ustedes, la esencia de la gestión consiste en tomar ideas de las cabezas de los directivos y ponerlos en las manos de los operarios. Para nosotros, la esencia de la gestión es precisamente el arte de movilizar los recursos intelectuales de todo el personal y ponerlos al servicio de la empresa”.
La esencia de su legado, de nuestro legado, es la cultura de la calidad. Cultura de la calidad implica actitud hacia la calidad en cada uno de los empleados. A todos los que tienen un sistema de calidad en su organización, o aún sin tenerlo, creen que la calidad es importante para ellos, les preguntaría si en su caso eso es así. Y si la respuesta es no, tal vez es el momento, al menos, de reflexionar un poco.
Saber si tu organización tiene la cultura deseada no es tan difícil. Es algo que más bien se manifiesta ruidosamente. “Somos una red de tiendas con una compañía adosada: vivimos para que la tienda esté enfocada a vender”, dijo D. Amancio. “En nuestra industria, la seguridad está por encima de todo, incluida la satisfacción del cliente”, dijo uno de mis socios, sobre su sector, el de la industria nuclear.
Parece ser que, por fin, pronto verá la luz la sexta revisión de la norma ISO 9001. Desde su primera edición en 1987, me he preguntado por qué no incluye el requisito de evaluar la cultura de la calidad. Tal vez, a la sexta, pongan el dedo en la llaga.