“Las personas más bellas con las que me he encontrado son aquellas que han conocido la derrota, conocido el sufrimiento, conocido la lucha, conocido la pérdida, y han encontrado su forma de salir de las profundidades”.
Elisabeth Kubler Ross

No cabe duda de que en nuestro propio proceso existencial vivimos experiencias de las que, siempre a pesar de los pesares, acabamos aprendiendo tras haber aceptado, como parte final del proceso de aprendizaje, la situación vivida y a raíz de eso, habernos adaptado a la buena nueva que se nos abre ante nosotros como si de un nuevo amanecer se tratase. Y así es. Renacemos.

En este proceso vital es clave “la capacidad que tenemos de adaptarnos frente a un agente perturbador o un estado o situación adversos”. Así define la Real Academia Española el término resiliencia.

Este proceso conlleva la adaptación a las dificultades con las que la vida nos pone a prueba, tales como adversidades varias, traumas, tragedias, tensiones interpersonales (familiares, sociales, laborales), problemas de salud, económicos… así como la superación de las mismas, buscando herramientas, refugios, caminos que nos ayuden a ello. Literalmente, significa «rebotar» de una experiencia difícil, como si uno fuera una bola o un resorte, adaptándose a ella y superándola.

La resiliencia es una capacidad que se entrena, que todos podemos llegar a poner en práctica en nuestro día a día, y no es tan difícil como parece, aunque el camino hacia la resiliencia probablemente está lleno de obstáculos que afectan nuestro estado emocional.

Pero ¿cómo se puede aprender a ser resiliente?

Las investigaciones en el campo de la Neurociencia demuestran que las relaciones de cariño y apoyo dentro y fuera de la familia, basadas en la confianza, y que ofrecen seguridad a la vez que son fuente de estímulos, son uno de los factores más importantes que contribuyen a conformar la resiliencia, la fortaleza, de la persona, pues encuentran en este entorno modelos a seguir. En este sentido, la empatía también juega un papel clave. El mero hecho de “ponernos” en el lugar del otro, en cómo se siente, nos ayuda a comprender mejor la situación por la que está pasando y nos permite ayudarle y que se sienta acompañado, por supuesto evitando realizar cualquier tipo de juicio sobre la persona, en el proceso que esté viviendo. Y esta percepción de la empatía en los demás se produce gracias a las “neuronas espejo”, identificadas, a mediados de la década de 1990, por el neurocientífico italiano Giacomo Rizzolatti, uno de los  investigadores más influyentes y conocidos en neurociencia, y que contribuyen a nuestra capacidad de aprendizaje e imitación.

Estas células cerebrales, neuronas piramidales, se activan cuando alguien ejecuta una acción y observa esa misma acción al ser ejecutada por otro individuo. Están presentes en áreas cerebrales encargadas del manejo de las emociones (como por ejemplo en el sistema límbico). Esto significa que se pueden reconocer las emociones de otras personas simplemente observándolas. Son responsables, por tanto, de comportamientos tan contagiosos como la risa, siempre terapéutica y más si es en buena compañía y, además, en los parajes que conforman nuestro entorno hornillento.

Podemos usar el mecanismo que emplea el sistema de neuronas espejo para contribuir a generar resiliencia en los demás a través, por ejemplo, de la atención que les prestamos y el tiempo que compartimos con ellos, de una manera fácil y sencilla. Estas neuronas están detrás de la comprensión (muchas veces inconsciente), de las conductas de imitación (y por tanto, el aprendizaje), de la empatía y de las emociones que sentimos. Esto se consigue gracias a:

Escucha activa: No debemos centrarnos exclusivamente en lo que nos está contando, si no en cómo nos lo está contando y a través de qué nos lo transmite. Y, por encima de todo, no debemos juzgar lo que nos traslada, sea lo que sea, simplemente escuchar tanto su lenguaje verbal como su lenguaje no verbal (gestos, manos, vestimenta, postura…). Si mostramos una actitud cercana, atenta y empática, podremos contribuir, si así nos lo permite, a participar también en la conversación, en función de sus necesidades.

Mirada atenta, empática, centrada en lo importante que es esa persona en ese preciso instante para nosotros, mostrando así cohabitar en un entorno cercano, sincero y de confianza plena. Contribuiremos a generar mayor confianza entre las dos personas.

Aprendizaje por imitación, de las personas con las que interactuamos, de los comportamientos que vemos a nuestro alrededor, del entorno. Gracias a las neuronas espejo, de forma inconsciente, duplicamos emociones y sentimientos que percibimos.

Por todo ello, para aprender a ser resilientes debemos fijarnos en personas, comportamientos y modelos positivos, pues nuestro sistema de neuronas espejo contribuirá a que comprendamos mejor el entorno en el que vivimos y a que seamos capaces de planificar y crear nuestros proyectos de manera más constructiva y proactiva.

Algunas sugerencias para trabajar nuestra capacidad de resiliencia son:

Enfócate en tus objetivos y evita el fatalismo, busca cómo lograr conseguirlos de la mejor manera posible.

Evita perder el tiempo en lamentos y quejas inútiles. Estos pensamientos son perjudiciales para ti y no resuelven nada.

Cree en ti.

Potencia tu autoconocimiento.

Desarrolla la capacidad para hacer planes realistas y seguir los pasos necesarios para llevarlos a cabo.

Controla tus emociones: trabaja para manejar sentimientos e impulsos fuertes.

Y, muy importante, ten una visión positiva de ti mismo, y confianza en tus fortalezas y habilidades.

El símbolo de la resiliencia es la flor de loto (nelumbo nucifera). Simboliza el renacer, el alzamiento desde las profundidades. En ella encontramos una metáfora para la resiliencia, pues se trata de una flor que emerge del barro una y otra vez. Una flor sagrada.

Querido lector, querida lectora, gracias por haber llegado hasta aquí. Seguimos. Gracias.

María Victoria Redondo Vega, Adjunta de Hospitales y Coordinadora de Salud Digital GME UAX