La vacunación es un claro ejemplo de lo que significa “valor aportado” por una política sanitaria pública, concretamente de prevención primaria. Lo es desde ya hace mucho tiempo, aunque lo tuviéramos algo olvidado. La pandemia ha revalidado esa concepción y nos ha recordado también lo que debió ser, y puede ser, un mundo sin vacunas. Como también ha actualizado la contribución de la investigación y sus resultados innovadores a ese valor aportado. En estos últimos tiempos también hemos asistido a una mayor socialización del reconocimiento del valor científico.
Resulta obvio decir que las políticas de vacunación, como políticas de Salud Pública de prevención primaria básica, deben apoyarse en planes y actuaciones firmes que garanticen la mayor cobertura poblacional posible. Apoyarse también en una financiación suficiente, así como en decisiones de coste de oportunidad si se requiere y en la producción y suministro de vacunas en las formas y en los tiempos requeridos.
Aun no existiendo una vacuna cien por cien efectiva, su valor se pone de manifiesto en muchas dimensiones. Erradicando o eliminando enfermedades disminuye morbilidad y mortalidad. También, como hemos visto en la pandemia, puede reducir la gravedad de la enfermedad. En otros casos protege de enfermedades relacionadas con aquella sobre la que actúa.
Puede también, paradójicamente, proteger a los no vacunados rompiendo la transmisión de la infección o por efecto de la atenuación de la carga viral de los vacunados.
En la dimensión socioeconómica, la vacunación actúa conteniendo los costes de la atención sanitaria que supone contener la enfermedad, pero también conteniendo el impacto negativo sobre el crecimiento económico que supone una población enferma, con su potencial capital humano y de conocimiento mermado. La pandemia ha sido suficiente demostrativa de ese impacto especialmente en los sectores de actividad con fuerte interacción personal.
«La información sobre las vacunas y sus mecanismos de actuación requiere de alguna actualización que permita disponer de un conocimiento que se ajuste a las aportaciones de la innovación científica»
Aun así, los retos a los que esas políticas se enfrentan siguen presentes en nuestro SNS. Los principales son el reconocimiento de la vacunación como valor social, su vigencia en todas las etapas y edades de la vida, la cobertura adecuada y el accountability de sus resultados.
Pero también la pandemia ha puesto más aún en evidencia la necesidad de una política global y de contemplarla de forma transversal a los Objetivos de Desarrollo Sostenible. La eliminación de las desigualdades en el acceso a las vacunas es el gran reto a superar.
La vacunación aún debe alcanzar mayores cuotas de valor social. Este debería proporcionarse mucho más en la escala de valores sociales y sobre todo en los valores profesionales sanitarios. La convicción de que vacunarse no solo es cuestión de proteger la salud propia sino la de todos, debería estar más en la discusión de ese conjunto de valores. La salud colectiva que la vacunación aporta tiene que ver, como hemos visto, con la salud económica, el bienestar social y la esperanza de vida. Ganar valor social no es cuestión de regulaciones y obligatoriedades, si estas no se fundamentan en los valores éticos con relación al bien común y especialmente en los principios del ejercicio de las profesiones sanitarias.
Vamos viendo claramente como la evolución científica ha ido desplazando el concepto de la vacunación como algo consustancial con la infancia, a la vacunación como algo a estar presente en todas las etapas de la vida. La igualdad de oportunidades ante una mayor esperanza de vida en buena salud avanza en una buena dirección con políticas adecuadas de vacunación del adulto y de los mayores de 60 años.
La información sobre las vacunas y sus mecanismos de actuación, que la mayoría de los ciudadanos tienen, requiere de alguna actualización que permita disponer de un conocimiento que se ajuste a las aportaciones de la innovación científica. Aquí el papel de las autoridades sanitarias de la mano de las asociaciones científicas y de pacientes resulta muy relevante. La evidencia del beneficio, de la seguridad y de los costes de una vacuna deben ser suficientemente transparentes, y públicos sus resultados.
Los programas de vacunación y la cobertura adecuada deben ir acompañados de programas de planificación de la oferta que actúen sobre la producción para que esta sea suficiente para dar respuesta a una accesibilidad universal. Todo ello con un sistema de contratación transparente y acorde con la aportación de valor que, como decíamos al principio, la vacunación comporta.
No debemos contentarnos con la disponibilidad de un Calendario de Vacunación del SNS, si este no rinde cuentas públicas de las tasas de vacunación alcanzadas en todas las edades. Además, esas tasas deben relacionarse con la disminución o no de las cargas de enfermedad que pretenden contener.
Aplicando el principio de rendición de cuentas propio de la buena gobernanza, el SNS debería, con la información disponible, contar con la publicación sistemática de indicadores sobre los resultados directos e indirectos de las políticas de vacunación. Estos indicadores deben ser accesibles y comprensibles para la población en general. Las políticas son buenas o malas, así como su gestión, en función de los resultados que las acompañan.